Evangelio
Domingo XXVIII Tiempo Ordinario

Escrito el 09/10/2022
Agustinos


Texto: Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Acousticguitar 1. Audionautix

Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
«Jesús, maestro, ten compasión de nosotros».
Al verlos, les dijo:
«Id a presentaros a los sacerdotes».
Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias.
Este era un samaritano.
Jesús, tomó la palabra y dijo:
«¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?».
Y le dijo:
«Levántate, vete; tu fe te ha salvado».


Limpios - salvados

Sólo uno volvió a dar gracias. Los diez están enfermos, los diez se encuentran con Jesús, los diez quedan limpios, pero sólo de uno de ellos se dice que queda salvado. Quizás tenemos que leer dos veces el evangelio de hoy para darnos cuenta de esa diferencia tan pequeña. Incluso puede que nos parezca tan pequeña que no nos parezca importante.

Cuando uno que tenía lepra en tiempos de Jesús se encontraba excluido de la sociedad. Había perdido su condición de hermano de los hombres y estaba mirado como persona castigada por Dios. Excluido de todo, descartado para todos. Podríamos imaginarnos hoy lepras parecidas, en enfermedades contagiosas o deformidades físicas que puedan provocar marginación. Pero podríamos pensar también en otras lepras que nos separan de la sociedad, como la pobreza, o ser extranjero sin papeles, o no tener trabajo, o ser anciano o dependiente. Separado de los hombres y aparentemente olvidado por Dios.

Si una persona que vive una marginación así viera que queda “limpio” de su lepra, que recupera el trabajo, que se integra en la sociedad, que consigue el permiso de trabajo o residencia, que viene a ser aceptado por su grupo, nos parecería que ha quedado salvado. Y sin embargo el evangelio de hoy distingue muy bien entre estar “limpio” y estar “salvado”. Porque se puede estar “limpios en la piel pero leprosos en el corazón” (Serm 176).

El pecado crea en nosotros una deformidad parecida a la de la lepra. Nos transforma el rostro de hermanos en hostiles. Distribuye la riqueza de forma injusta y nos da cara de avaros o de temerosos; nos llena de envidia o ira y nos pone rostro de adversarios; nos hincha de soberbia o de ambición y nos dibuja una mirada de dominio y posesión. El pecado borra nuestra imagen de hermanos y podemos equivocarnos pensando que si cambiamos las circunstancias externas cambiamos también el corazón. Pensar que con limpiar nuestras relaciones, nuestra forma de usar los bienes materiales y la misma creación habremos quitado de nosotros la enfermedad que ha puesto el pecado en nosotros.

La verdadera herida es la mirada de agradecimiento a Dios, la mirada de entrega confiada a Dios. La lepra del pecado en nosotros es la lepra de Adán en el jardín que sale corriendo de Dios cuando se siente débil en lugar de salir corriendo hacia Dios para que le proteja. La paradoja del evangelio de hoy es que las heridas del pecado llevaron a los leprosos hacia Jesús, pero la limpieza alejó de Jesús a nueve de ellos. Porque sólo sabían buscar y pedir quedar limpios, quitarse sus problemas, volver a vivir una vida normal.

La experiencia de la Cruz que compartimos con Jesús cada vez que sufrimos las consecuencias del pecado nos lleva a descubrir la potencia de Dios que nos salva siempre de las angustias. Pero la experiencia de la Cruz no sólo es vernos liberados, limpiados, sino que es también una opción del corazón de ponerse en las manos del Padre. Es la opción del ladrón arrepentido y la opción del samaritano agradecido. Es una decisión del corazón, que pone la confianza y la mirada en Dios y no en nuestros éxitos materiales, en nuestros criterios humanos, en nuestros sueños, que son mucho más pequeños que los sueños de Dios. Un corazón que alaba a Dios en lugar de un corazón que maldice la vida, como tantas veces podemos imaginar el corazón y los labios de quienes están marcados por la exclusión y la marginación que los vuelve socialmente descartables.

Quien toma esta opción, quien hace este acto de fe que supone alabar en la desgracia en lugar de maldecir es quien realmente queda salvado de la amargura que deshumaniza, porque la salud, la riqueza, la estabilidad y hasta la misma compañía de los amigos podemos perderla en un instante por circunstancias de la vida pero “Nunca te será quitado aquél que te lo dio, aunque te sea arrebatado lo que él te dio” (Salm 32B)