Texto: Ángel Ándujar, OSA
Música: Reinnasance audionautix
Mc 10, 17-30
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó:
«Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?».
Jesús le contestó:
«¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre».
Él replicó:
«Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud».
Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo:
«Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme».
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:
«¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!».
Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió:
«Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios».
Ellos se espantaron y comentaban:
«Entonces, ¿quién puede salvarse?».
Jesús se les quedó mirando y les dijo:
«Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo».
Pedro se puso a decirle:
«Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido».
Jesús dijo:
«En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna».
Encuentros que transforman
Una vez más, el evangelio nos sorprende con un relato de encuentro: Jesús ante un joven que le pregunta qué tiene que hacer para vivir bien, es decir, para vivir “como Dios manda”. Parece ser que era una buena persona: no trataba mal a nadie, no se quedaba con nada que no fuera suyo, no hablaba mal de los demás, respetaba a sus mayores… Pero Jesús lo miró con cariño y le dijo: “todo eso está muy bien, pero te falta una cosa: deja todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme”.
Nos puede parecer excesiva la invitación de Jesús a desprenderse de todo. Ciertamente, tener cosas no es malo, pues las necesitamos para vivir. Ahora bien, ¿dónde está el límite? San Agustín da una indicación certera a sus monjes: “es mejor necesitar menos que tener más” (Regla 3, 18). El mundo de las necesidades no es fácil de limitar, atrapándonos con frecuencia el deseo de tener y haciendo que lo superfluo se convierta en imprescindible.
El joven rico del Evangelio había cumplido desde niño con todo lo mandado, pero… ¿había tocado la misericordia de Dios su corazón? Vivía una religiosidad del cumplimiento, una fe vivida más desde la razón que desde la experiencia de Dios. Y, en el fondo, parece que algo le tenía insatisfecho, y por ello se acercó a Jesús. Pero el encuentro no le terminó de transformar, pues se marchó de allí triste, incapaz de seguir al Señor desprendiéndose de aquello que embotaba su corazón.
Todo esto nos revela cómo el encuentro con Dios nos desacomoda continuamente, a poco que nos dejemos interpelar. Si esperamos de Él una palmadita en la espalda, un aplauso fácil, nos marcharemos defraudados. En cierta ocasión escuché decir que Dios no exige nada, pero propone mucho; me parece una verdad como un templo. Del Señor no esperemos exigencias; a Él podemos acudir a encontrar paz, sosiego, descanso, en las duras rampas del camino de la vida. Pero, asimismo, nos conduce a dar más, a dejar atrás comodidades, seguridades, tradiciones… para vivir cada día de la novedad del Evangelio. Dios está a nuestro lado, pero no para vernos complacidos en nuestra poltrona, sino para remover cada día nuestras entrañas y descubrir la grandeza de una vida en su seguimiento.
Estamos en el mes misionero, momento oportuno para redescubrir una fe en salida. Vamos a pedirle hoy a Dios que nos ayude a vivir en la libertad de sus hijos, desprendidos de las cosas que nos atan y de nuestra absurda autocomplacencia, abriendo los ojos para ver en el hermano, especialmente en el más necesitado, el rostro de Jesús. Pobres como el Señor, haciendo de Él nuestro único y auténtico tesoro.