Texto: Agustín Riveiro, OSA
Música: Acousticguitar
Las garzas venían observando al hombre construir estanques sobre el manglar. Decenas de árboles eran talados cada día, los nidos construidos encima caían al suelo, y con ellos una próxima generación de aves. El cocodrilo pensó que aquello le beneficiaba, pues ahora podía comer los deliciosos huevos de las aves ante la desesperación de las garzas. Poco a poco los hombres convirtieron el manglar en parcelas de estanques para la cría de peces. El voraz carnívoro se alegró ante la situación que se vivía en el manglar, mofándose de la desgracia de aquellas aves.
Llegada la migración, cientos de pájaros fueron acercándose al manglar como cada año. Los volátiles acudieron en bandadas y no tardaron en devorar los peces desprotegidos que había en los estanques. Los enfurecidos hombres dispararon contra las aves. Estas huyeron abandonando el territorio que desde generaciones habían transitado. El aligátor siguió disfrutando ante aquella realidad que favorecía sus intereses. Los humanos buscaron soluciones para paliar la pérdida sufrida con los peces. Alguien propuso cazar cocodrilos, su piel daría más dinero que los peces, era la mejor de las opciones. La ambición desmedida amenazaba ahora a otra de las especies del pantano, y esta vez la suerte no iba a sonreír al gavial.
Así sucede a aquellos que desean desgracia para otros, esta termina por convertirse en su peor aliada. Alegrarse por el daño o infortunio ajeno no es exclusivo de un país o grupo concreto, no conoce fronteras ni límites. No es buen camino desear y menos propiciar a otro lo que no queremos para nosotros. Decía mi querida y sabia madre: “Lo que no quieres para ti no lo quieras para mí”.