Reflexión agustiniana

Escrito el 21/06/2025
Agustinos


Es curioso las insinuaciones que hace Agustín con relación a la esperanza comunitaria: “Aprendiendo y enseñando esto Cuadrado —era, en efecto, obispo—, cuya fiesta solemne celebramos hoy, confesó a Cristo con todo su pueblo, clérigos y laicos. Envió delante a la grey que apacentaba. A los cuatro días le siguió Cuadrado. La Masa Cándida, cuya solemnidad celebramos hace cuatro días, era el pueblo de Dios confiado a su gobierno. ¡Qué gran pared sin grietas regía este Cuadrado! Y aquellas numerosas almas y la pared formada con ellas aún no veían la Iglesia que contemplamos nosotros; aún no la veían, pero la construían con las piedras que eran ellas mismas; al morir corrían como piedras vivas a su armazón. Y advertid que vemos a la Iglesia extendida por todo el orbe de la tierra; entonces era grande en pocos, y ahora extendida y difundida entre muchos... Con su paso ensancharon el camino estrecho y, al pasar pisando lo áspero del mismo, nos precedieron. Fueron seguidores suyos quienes en aquellos tiempos soportaron tribulaciones varias por el nombre de Cristo. ¡Dichosos ellos perdiendo sus almas! ¡Dichosas pérdidas! Así arrojan, así pierden quienes siembran. ¿Quién duda de que, en toda sementera, lo que se siembra es arrojado y cubierto de tierra? Pero ¡cuán grande es la esperanza de mies, esperanza que precede a la siembra! Tampoco cuando se siembra ve nadie la mies; todo se deja en mano de Dios, se le confía a la tierra. La tierra lo conserva, lo fecunda, lo multiplica; pero por obra de quien hizo el cielo y la tierra” (Sermón 306 C, 1). David, cuando fue a luchar contra el filisteo, tenía detrás todo un ejército que tenía puesta la esperanza en Dios: “Todos los que formaban el ejército de donde había salido David confiaban solamente en Dios; los otros, en cambio, tenían toda su esperanza en la fortaleza de un solo hombre. Pero ¿qué es el hombre, sino lo cantado en este salmo: El hombre se asemejó a la vanidad, y sus días pasan como una sombra? La esperanza de los segundos era vana, porque estaba puesta en una sombra que pasa” (Sermón 32, 4).

            Para Agustín toda la comunidad que peregrina es una comunidad esperanzada, que desea llegar a la patria con una esperanza común, que está puesta en Dios: “La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz complete” (La ciudad de Dios 1, prólogo).

            Agustín se percata que muchos, en este mundo, se precipitan en la desesperanza, por considerar imposible la salvación y frenan en el camino hacia la patria, de hecho, se preguntan ¿qué esperanza le queda al pecador?: “Por lo tanto, cuando estábamos en la carne, es decir, cuando vivíamos envueltos en las concupiscencias de la carne, poniendo en ellas, o sea, en nosotros, toda nuestra esperanza, las pasiones pecaminosas que existen por la ley aumentaron en virtud de ella. De hecho, con la prohibición de ésta, ellas le hicieron prevaricador de la ley. Se convirtió en prevaricador porque no tuvo a Dios como ayuda. Actuaban, pues, en nuestros miembros hasta producir frutos, ¿para quién, sino para la muerte? Si ya el pecador merecía la condenación, ¿qué esperanza queda al prevaricador?” (Sermón 153, 8). El garante de nuestra esperanza no puede ser otro que el mismo Dios: “Recuerda vuestra santidad, hermanos amadísimos, que, conforme a las palabras del Apóstol, Estamos salvados en esperanza... El mismo Señor Dios nuestro, a quien se dice en el salmo: Tú eres mi esperanza, mi porción en la tierra de los vivos, me exhorta a dirigiros un sermón que os exhorte y consuele. El mismo —repito— que es nuestra esperanza en la tierra de los vivos me manda que os hable en esta tierra de los muertos, para que no fijéis vuestra mirada en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es temporal; lo que no se ve, eterno. Porque esperamos lo que no se ve y lo esperamos con paciencia” (Sermón 157, 1).

            Nadie tiene derecho a perder la esperanza, aunque se considere un malo superlativo, porque tenemos un Dios que supera con mucho todas las expectativas: “Pero quizá estoy hablando a quien ya se halla oprimido por la dura piedra de su costumbre, quien se ve atenazado por el peso de su hábito, quien quizá ya hiede de cuatro días. Tampoco él pierda la esperanza: es verdad que yace muerto en lo profundo, pero Cristo es alto. Sabe quebrar con su grito los pesos terrenos, sabe vivificar interiormente por sí mismo y entregarlo a los discípulos para que lo desaten” (Sermón 98, 7).

Santiago Sierra, OSA