Reflexión agustiniana

Escrito el 07/06/2025
Agustinos


San Agustín está de moda con la elección del nuevo papa el agustino Robert F. Prevost. León XIV trasparece la espiritualidad agustiniana en su vida y mensajes. Sigamos su ejemplo acercándonos a san Agustín para que nos ilumine en el seguimiento de Jesucristo en tiempos de crisis y transformación como los que él vivió.

Estamos todavía en tiempo pascual y en este junio continuamos recordando varios de los misterios de nuestra fe católica: El primer domingo, hemos celebrado la Ascensión del Señor; a continuación, celebraremos Pentecostés; después la Santísima Trinidad y, finalmente, Corpus Christi. Coincide en este periodo la costumbre de celebrar bautizos, bodas y comuniones. ¿Por qué? ¿Buscamos el buen tiempo para una fiesta social? O ¿Lo hacemos llenos de la fe y esperanza que ellos significan? Agustín busca continuamente el sentido de su acción, busca la Verdad de su vida. Como “agustinos” no podemos quedarnos simplemente en la exterioridad de los acontecimientos, sino que debemos descubrir lo que Dios quiere de nosotros en cada momento. La liturgia y sus signos nos ayudan a acoger el gran regalo de amor que Dios nos hace. En estos misterios recibimos su Espíritu que nos abre a la esperanza de la vida eterna, plena y feliz como nos indica san Agustín: “¿Por qué, pues, el Señor quiso dar tras su resurrección el Espíritu, cuyos beneficios respecto a nosotros son máximos, porque la caridad de Dios ha sido derramada mediante él en nuestros corazones? ¿Qué dio a entender? Que en nuestra resurrección arda en llamas nuestra caridad y nos aparte del amor del mundo, para que toda ella corra hacia Dios. En efecto, aquí nacemos y morimos; no amemos esto; emigremos de aquí por la caridad, vivamos arriba por la caridad, por esa caridad con la que queremos a Dios. Durante esta peregrinación de nuestra vida no pensemos en otra cosa, sino en que no estaremos siempre aquí, y en que viviendo bien nos prepararemos allí un lugar de donde nunca emigremos, pues nuestro Señor Jesucristo, después de haber resucitado, ya no muere; la muerte no tendrá ya dominio sobre él, como dice el Apóstol. He aquí lo que debemos amar. Si vivimos, si creemos en ese que resucitó, nos dará no lo que aquí aman los hombres que no aman a Dios, o lo que tanto más aman cuanto menos le aman a él, y, en cambio, tanto menos aman esto cuanto más aman a Dios. Pero veamos qué nos ha prometido: no riquezas terrenas y temporales, no honores y poder en este mundo, pues veis que todo esto se da también a los hombres malos, para que los buenos no le hagan mucho caso. Por último, no nos promete la salud corporal misma; no porque no la da él, sino porque, como veis, la da también a los ganados. No vida larga, pues ¿qué cosa que algún día se acaba es larga? A nosotros, los creyentes, no nos ha prometido como algo grande la longevidad o la vejez decrépita, que todos desean antes que llegue, y contra la que todos protestan cuando ha llegado. No la belleza corporal que extermina una enfermedad corporal o la vejez misma que se desea. Quiere uno ser bello y quiere ser viejo; esos dos deseos no pueden concordar recíprocamente entre sí; si llegas a viejo no serás bello; cuando llegue la vejez, la hermosura huirá y en un único sujeto no pueden habitar el vigor de la belleza y el gemido de la vejez. Nada de eso nos ha prometido quien dijo: El que cree en mí, venga y beba y de su vientre fluirán ríos de agua viva. Nos ha prometido la vida eterna, donde nada temamos, donde no nos conturbaremos, de donde no emigraremos, donde no muramos; donde no se llora al predecesor ni se espera sucesor. Porque, pues, tal es lo que nos promete a quienes lo amamos y ardemos en la caridad del Espíritu Santo, por eso no quiso dar ese Espíritu Santo mismo sino tras haber sido glorificado, para mostrar en su cuerpo la vida que de momento no tenemos, pero que esperamos cuando la resurrección.” (Comentarios sobre el Evangelio de San Juan 32, 9)

En el bautismo y en cada sacramento recibimos el Espíritu del Resucitado, por eso somos portadores de esperanza. Nuestra misión es transmitir, no solo con palabras sino con nuestra vida el Evangelio de Jesucristo para que todos puedan recibir su Espíritu: “Nadie dice «Señor Jesús» sino en el Espíritu Santo; pero a condición de que lo diga con la vida, no sólo con las palabras. En efecto, Señor Jesús pueden decirlo también aquellos a quienes se refieren las palabras: Haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen. Todas las herejías, que con toda certeza también vosotros condenáis, dicen: Señor Jesús. Está claro que no ha de alejar de su reino a los que encuentre en posesión del Espíritu Santo; no obstante, dice: No todo el que me dice «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielosMas nadie dice «Señor Jesús» sino en el Espíritu Santo; nadie absolutamente; pero se trata de decirlo con la vida, como ya mencioné. Por eso añadió a continuación: Mas el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése entrará en el reino de los cielos. El mismo Apóstol habla así refiriéndose a cierto tipo de gente: Confiesan conocer a Dios, pero lo niegan con los hechos. Igual que se niega, también se afirma con los hechos. Entendido de esta manera, nadie dice «Señor Jesús» sino en el Espíritu Santo. Por tanto, si no os agregáis a la unidad, manteniéndoos apartados, seréis animales al no poseer el Espíritu. Si os unís ficticiamente, el Espíritu Santo de la disciplina huye del que finge. Así, pues, reconoced que poseeréis el Espíritu Santo sólo cuando consintáis en unir vuestra mente a la unidad mediante un sincero amor. A los que os pregunten: «¿Qué vamos a recibir?», respondedles lo dicho, y nosotros mismos, hermanos, presentémonos ante ellos como ejemplos de buenas obras, sin orgullo por mantenernos en pie y sin perder la esperanza por quienes yacen caídos.” (Sermón 269, 4).

En la fiesta del Corpus Christi celebramos la eucaristía. Si vivimos desde la verdad del corazón este sacramento, nos abrimos más y más al regalo del Espíritu de Jesucristo que nos hace hijos de Dios: “Todo lo que el Señor nos ha hablado de su cuerpo y de su sangre es esto: en la gracia de su reparto nos ha prometido la vida eterna; quiso que con eso se entienda que los comensales y bebedores de su carne y de su sangre permanecen en él y él en ellos; no entendieron quienes no creyeron; se escandalizaron por haber entendido carnalmente lo espiritual, y, escandalizados y perecidos ellos, el Señor acudió, para consolación, a los discípulos que se habían quedado, para probar a los cuales interrogó: «¿Acaso también vosotros queréis iros?», para que se nos diera a conocer la respuesta de su permanencia, porque sabía que permanecían. Todo esto, pues, queridísimos, nos sirva, para que comamos la carne de Cristo y la sangre de Cristo no sólo en el sacramento, cosa que hacen también muchos malos, sino que la comamos y bebamos hasta la participación del Espíritu. Así permaneceremos en el cuerpo del Señor como miembros, para que su Espíritu nos vivifique y no nos escandalicemos, aunque, de momento, con nosotros comen y beben temporalmente los sacramentos muchos que al final tendrán tormentos eternos. De hecho, el cuerpo de Cristo está por ahora mezclado como en la era; pero el Señor conoce a quienes son suyos. Si tú sabes qué trillas, que la masa está allí latente y que la trilla no destruye lo que la bielda va a limpiar, estamos ciertos, hermanos, de que todos los que estamos en el cuerpo del Señor y permanecemos en él para que él mismo permanezca también en nosotros, en este mundo necesariamente tenemos que vivir hasta el final entre los malos. Digo: no entre los malos que denuestan a Cristo, pues se encuentra a pocos que lo denuestan con la lengua; pero se encuentra a muchos que lo hacen con la vida. Es, pues, necesario vivir hasta el final entre ellos.” (Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 27, 11).

Acojamos, pues, el Espíritu para ser portadores de esperanza. Que nuestra vida sea continuamente llevada por el amor de Dios hacia la vida plena de cielo. Recordatorio importantísimo para este mundo que está perdiendo el rumbo y la meta de la vida humana: “En tu Don descansamos: allí te gozamos. Nuestro descanso es nuestro lugar. El amor nos levanta a allí y tu Espíritu bueno exalta nuestra humildad de las puertas de la muerte. Nuestra paz está en tu buena voluntad. El cuerpo, por su peso, tiende a su lugar. El peso no sólo impulsa hacia abajo, sino al lugar de cada cosa. El fuego tira hacia arriba, la piedra hacia abajo. Cada uno es movido por su peso y tiende a su lugar. El aceite, echado debajo del agua, se coloca sobre ella; el agua derramada encima del aceite se sumerge bajo el aceite; ambos obran conforme a sus pesos, y cada cual tiende a su lugar. Las cosas menos ordenadas se hallan inquietas: se ordenan y descansan. Mi peso es mi amor, él me lleva doquiera que soy llevado. Tu Don nos enciende y por él somos llevados hacia arriba: nos enardecemos y caminamos; subimos las ascensiones dispuestas en nuestro corazón y cantamos el Cántico de las gradas o subidas. Con tu fuego, sí; con tu fuego santo nos enardecemos y caminamos, porque caminamos para arriba, hacia la paz de Jerusalén, porque me he deleitado de las cosas que aquéllos me dijeron: Iremos a la casa del Señor. Allí nos colocará la buena voluntad, para que no queramos más que permanecer eternamente allí.” (Confesiones XIII, 9, 10).

Llenos de amor de Dios seamos portadores de esperanza para nuestro mundo.

P. Pedro Luis Morais Antón.

Agustino.