La impaciencia del superviviente

Publicado el 04/09/2024
Agustinos


Texto:  Santiago Alcalde, OSA
Música: Acousticguitar

Todo rápido y al momento

Dicen los psicólogos que uno de los grandes defectos del hombre actual, es la impaciencia. Lo queremos todo rápido, al momento. Pedir y recibir. La espera nos parece que es perder el tiempo, algo que luego, la mayoría de las veces, malgastamos en naderías.

El único superviviente de un naufragio fue llevado medio ahogado por las olas a una pequeña y deshabitada isla. Cuando recuperó la conciencia y las fuerzas, rezó fervientemente a Dios pidiendo que lo rescataran. Esta oración la repetía, cada mañana y cada tarde, a la vez que oteaba el horizonte buscando la ayuda que solicitaba, pero nada se veía en la lontananza del mar.

Pasaron los días y, cansado de esperar, empezó a construir una cabañita. Esta le serviría para protegerse, y proteger las pocas cosas que del naufragio había rescatado. Un día, después de buscar alimentos por la isla, al regresar encontró su choza en llamas. Mientras el humo subía al cielo, cayó en la cuenta de que había perdido lo poco que tenía. Entonces, enfadado con Dios y llorando, dijo: “¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Te parecía pequeño el castigo que estaba sufriendo? ¡No tienes corazón!”.

Desesperado y cansado, se tendió sobre la playa. Se quedó dormido sobre la arena. No supo cuantas horas estuvo así hasta que el sonido de las sirenas de un barco le despertaron. Levantándose, comprobó que un mercante se acercaba a la isla. “¡Vienen a rescatarme!”, exclamó lleno de alborozo.

Cuando le recogieron en el barco, y después de dar gracias a todos, preguntó al capitán: “¿Cómo supieron que yo estaba aquí?”. “Fue sencillo, le respondió, vimos las señales de humo que usted nos hizo”.

Si somos impacientes con otras personas, con Dios mucho más. Le pedimos algo y, antes de terminar nuestra petición, ya queremos que Dios nos la ponga en las manos. Si se retrasa, nos quejamos. Si no nos la da, nos enfadamos y a veces le abandonamos. Tenemos la mentalidad del hombre que va al supermercado, elije el producto, paga y se va. Con Dios las cosas funcionan de otra manera. Él no es un vendedor, ni necesita nada de mí. Todo lo que me da es gracia y regalo exclusivamente suyo, que puedo pedir; pero no tengo derecho jamás a exigir. Quien no comprende esto, aunque se diga creyente, es un ateo.