Texto: P. Miguel A. Herrero Gómez
Música: Amazing grace (bendito amor) - Kesia
Tocar las heridas
Buenos días.
Hoy celebramos la fiesta de Santo Tomás, y rápidamente siempre hay alguien que apunta: “Ah, sí, el Apóstol que dudó”. Y no sé si con esa etiqueta hacemos justicia al hombre que, herido por el duro golpe de la muerte del Maestro, atemorizado por lo que se le podía venir encima (desprestigio, persecuciones, muerte) se escondió y aisló.
Olvidamos fácilmente que Tomás era un hombre herido. Había seguido a Jesús con pasión, había dejado todo por Él. Y de pronto, lo pierde. Lo ve morir. Y con Él, se mueren los sueños, la esperanza, el sentido. ¿Cómo no dudar cuando el corazón se rompe y el futuro se vuelve incierto?
Alguna vez leí que Tomás es conocido por su duda, pero también debería serlo por su valentía: porque dudar no fue su debilidad, fue su camino hacia una fe más profunda. Y en ese camino, la valentía de Tomás brilla con fuerza.
¿Por qué fue valiente? Porque no fingió creer: En un grupo donde todos decían haber visto al Resucitado, Tomás se atrevió a decir: “Si no lo veo, no lo creo”. No se dejó llevar por la presión del grupo. Fue honesto con su proceso interior. Y eso requiere coraje.
¿Por qué fue valiente? Porque a pesar de su dolor, su desconcierto y su duda, Tomás volvió a la comunidad: no se quedó fuera, no abandonó definitivamente. Volvió con los demás discípulos al lugar donde Jesús podía aparecerse. Y eso también es valentía: volver cuando uno se siente herido, roto.
Hoy quiero mirar con cariño a Tomás que no creyó hasta que pudo tocar las llagas de Jesús. Y fue precisamente ahí, en las heridas, donde encontró la fe: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28).
Es bueno caer en la cuenta de que Jesús no escondió sus heridas. Las mostró. Las ofreció como prueba de amor. Y eso nos dice algo muy profundo: Dios no hace desaparecer nuestras heridas, pero puede convertirlas en algo nuevo y lleno de vida. Dios no borra las heridas, las transforma.
Y si Él no las escondió, ¿por qué habríamos de hacerlo nosotros?
Muchas veces tapamos lo que nos duele: el cansancio que arrastramos, la tristeza que no nombramos, las inseguridades que nos pesan, las historias que nos duelen.
Jesús, ayudado por Tomás, nos enseña que mostrar nuestras heridas no es debilidad, sino un posible camino de encuentro. Porque es ahí, en lo más frágil, donde otros pueden acercarse… y donde Dios puede entrar.
Me animaría a decir que es ahí, en las heridas, donde Dios quiere encontrarnos. No en la perfección, sino en la verdad. No en la apariencia, sino en la herida. Porque las heridas no son un fracaso, son la prueba del amor. Y cuando las mostramos con humildad, pueden convertirse en puentes hacia los demás, y en puertas por donde Dios entra.
Hace poco, una profesora me contaba que uno de sus alumnos, muy tímido y reservado, empezó a cambiar cuando compartió con la clase que su madre estaba enferma. Lo que parecía una debilidad se convirtió en un puente: sus compañeros se acercaron, lo escucharon, lo cuidaron. Su herida se volvió un lugar de encuentro.
Por eso, hoy, al recordar a Tomás, lo miro con gratitud. Porque su historia me enseña que no tengo que esconder mis heridas para encontrar a Dios. Que puedo presentarme tal como soy: con mis dudas, mis miedos, mis cicatrices y pecados. Y que, si me atrevo a tocar —y dejarme tocar— en lo más frágil, ahí puede nacer una fe más verdadera, más humana, más viva. Porque donde hay herida, también puede haber encuentro. Y donde hay encuentro, siempre hay posibilidad de resurrección.
¡Buenos días!