Reflexión agustiniana

Escrito el 06/08/2022
Agustinos


Vivamos la Asunción de María

Entrados en el mes de agosto, los pueblos de España se llenan de fiestas. La mayoría en honor a Santa María para celebrar su Asunción a los cielos. Todos los files nos alegramos con esta fiesta.

Según las últimas estadísticas, cada vez menos personas participan de la celebración eucarística dominical. Esta disminución se deja sentir también en las fiestas religiosas de los pueblos en las cuales era raro el que faltaba a la misa mayor.  A pesar de ello, Santa María continúa atrayendo a muchos fieles porque toca el corazón de las personas, sean más o menos creyentes, despertando en ellos diversos sentimientos de nostalgia, amor y cariño.

Algún psicólogo podrá decirnos que son una reminiscencia de nuestra relación materna. No será una explicación errónea, pero también podemos considerar estos sentimientos manifestación de la esperanza que todos anhelamos: La eterna vida feliz en cuerpo y alma. Los creyentes en Jesucristo de modo consciente esperamos llegar a esa plenitud en el cielo, donde podremos celebrar la fiesta eterna y definitiva junto a Dios y a todos sus santos entre los cuales Santa María como primera discípula y madre de todos los creyentes tendrá un lugar preeminente.

No encontramos en San Agustín ninguna referencia a la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma por ser un dogma definido modernamente por el Papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950. A pesar de que San Agustín no trata de Santa María directamente, sino que lo hace en referencia a su hijo Nuestro Señor por ser el centro de su vida y reflexión, en sus consideraciones podemos descubrir una semilla del misterio de la Asunción de María en cuanto la considera miembro eminente de la Iglesia.

Todos los miembros de la Iglesia obedientes a la palabra de Dios participarán de la Gloria de Cristo resucitado, por lo cual María como su miembro más eminente de la Iglesia es la primera en disfrutar de esta gracia. Predicaba San Agustín a su pueblo: “Mira si no es cierto lo que digo. Mientras caminaba el Señor con la muchedumbre que le seguía, haciendo divinos milagros, una mujer gritó: ¡Bienaventurado el seno que te llevó!22 ¡Dichoso el seno que te llevó! Mas, para que no se buscase la felicidad en la carne, ¿qué replicó el Señor? Más bien, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la guardan23. Por ese motivo, pues, era bienaventurada también María: porque escuchó la palabra de Dios y la guardó: guardó la Verdad en su mente mejor que la carne en su seno. La Verdad es Cristo, carne es Cristo; Cristo Verdad estaba en la mente de María, Cristo carne estaba en el seno de María: de más categoría es lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno. Santa es María, bienaventurada es María, pero mejor es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una porción de Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente pero, al fin, miembro de un cuerpo entero. Si es parte del cuerpo entero, más es el cuerpo que uno de sus miembros. El Señor es Cabeza y el Cristo total lo constituye la Cabeza y el cuerpo. ¿Qué diré? Tenemos una Cabeza divina, tenemos a Dios como Cabeza.” (Sermón 72 A, 7).

Instruyendo a su pueblo, en otro de sus sermones sobre la glorificación de Cristo en cuanto hombre después de su resurrección, dice: “Fue aquella carne la que resucitó y obtuvo la vida eterna, la que resucitó y, vivificada, ascendió al cielo, esto mismo se nos ha prometido a nosotros. Esperamos la misma herencia, la vida eterna. Todavía no la ha recibido todo el cuerpo, dado que, aunque la cabeza está en el cielo, los miembros aún se hallan en la tierra. No va a recibir la herencia sólo la cabeza y el cuerpo va a ser abandonado. Es el Cristo total quien recibirá la misma, el Cristo total en cuanto hombre, es decir, la cabeza y el cuerpo. Somos miembros de Cristo; esperemos, pues, la herencia. Cuando pasen todas estas cosas, recibiremos ese bien que no pasará y evitaremos el mal que tampoco pasará; uno y otro son eternos. (…) De la misma manera que prometió a los santos la vida, la felicidad, el reino, una herencia eterna sin fin, así amenazó a los impíos con el fuego eterno 40. Si aún no amamos lo que prometió, al menos temamos aquello con que nos amenazó.” (Sermón 22, 10).

Para alcanzar esta herencia prometida es necesario cumplir la voluntad de Dios. San Agustín, comentando el pasaje de Mt 12,49s., concluye que para Jesús es más importante la familia espiritual fruto de la obediencia a la voluntad del Padre, que su propia familia carnal en la que está incluida su madre María: “Prestad más atención a lo que dijo el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Estos son mi madre y mis hermanos; y quien cumpla la voluntad de mi Padre, que me envió, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre. ¿Acaso no hizo la voluntad del Padre la Virgen María, que por la fe creyó, por la fe concibió, elegida para que nos naciera la Salvación en medio de los hombres, creada por Cristo antes de que Cristo fuese en ella creado? La cumplió; santa María cumplió ciertamente la voluntad del Padre; y por ello significa más para María haber sido discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo. Más dicha le aporta haber sido discípula de Cristo que haber sido su madre. Por eso era María bienaventurada, puesto que, antes de darlo a luz, llevó en su seno al maestro.” (Sermón 72 A, 7).

Aprovechemos, pues, a celebrar estos días de fiesta en familia teniendo en mente la herencia a la cual estamos llamados, es decir, a la participación en la gloria de Cristo, con María y todos los santos en cuerpo y alma. Y para ello: “Hágase presente en nuestros corazones su misericordia. Su madre lo llevó en el seno; llevémoslo nosotros en el corazón; la virgen quedó grávida por la encarnación de Cristo, estén grávidos nuestros corazones de la fe en Cristo; ella alumbró al salvador; alumbremos nosotros la alabanza. No seamos estériles; dejemos que nuestras almas las fecunde Dios.” (Sermón 189,3).

Pedro Luis Morais Antón, agustino.