Reflexión agustiniana

Escrito el 19/11/2022
Agustinos


El banquete del cumpleaños de San Agustín

Una vez convertido, Agustín rompió con su actividad profesional de profesor de retórica en Milán y se retiró con un grupo de personas muy vinculadas a él a una finca cercana a la ciudad. Entre otros quehaceres, había uno que les llevaba buena parte de su tiempo en aquel atípico otoño: dialogar sobre temas de filosofía, el primero de los cuales fue el de la verdad. El hecho lo explican estos dos datos: por una parte, en los siglos pasados había habido fuertes corrientes filosóficas que negaban o, al menos, dudaban de que el hombre pudiera tener acceso a ella; por otra, Agustín entendía su conversión como un regreso a la verdad católica. En consecuencia, no cabe considerar las discusiones sobre ese tema como puramente especulativas; para Agustín tenían ante todo un valor existencial.

Pero una circunstancia llevó a Agustín a cerrar momentáneamente la discusión sobre la verdad y a ocuparse de la felicidad. Esa circunstancia la ofreció el calendario. Al poco tiempo de estar allí, llegó el 13 de noviembre, día en que Agustín cumplía sus 32 años. Era un cumpleaños muy especial para él. No por el número de años que sumaba, ni por el contexto campestre en que se encontraba, sino por ser el primero que celebraba después que la conversión había trastocado sus valores.

Como era lógico Agustín quiso hacer partícipes de la efemérides a todos sus compañeros con una adecuada celebración. Adecuación que exigía combinar tradición y novedad. La tradición requería celebrarla con un banquete; la novedad, un banquete a tono con la situación concreta. Con otras palabras, no un banquete al uso, pensado sobre todo para el cuerpo y caracterizado por la abundancia y exquisitez de los alimentos y la selección de las bebidas, propio de la etapa que había dejado atrás, sino otro distinto, pensado sobre todo para el espíritu, en el que fuesen viandas los nuevos valores que deseaba que sostuvieran su vida en adelante.

Agustín mismo nos habla “de una frugal comida, que no era para para cortar las alas de ningún genio”. Es decir, no habían llenado tanto el estómago que su mente fuese incapaz de continuar con las discusiones. Sus comensales no eran invitados de ocasión, sino los de siempre, los que día tras día se sentaban con él en la mesa cuyo menú era el tema ya mencionado de la verdad. En la circunstancia decidió cambiarlo: en vez de la verdad, la felicidad. Era un menú, mejor que el cual no hay otro, porque gusta a todos, pues no hay absolutamente nadie que no quiera ser feliz; un menú que, por otra parte, hacía que resultase más sabroso el de la verdad cuando, acabada la celebración del cumpleaños, volvieran a él. No en vano el santo define la felicidad como “gozar de la verdad” (Confesiones 10,23,33).

Tal banquete tenía también la ventaja de ser un banquete en el que mutuamente se servían Agustín y quienes lo acompañaban. Es cierto que fue Agustín quien puso la bandeja sobre la mesa, pero quiso que el servir fuera cosa de todos. Él presentó la felicidad como pieza única y entera de la que todos iban a ir cortando y ofreciendo una parte a los demás. Así se puede entender el debate sobre la felicidad: las reflexiones de cada comensal no eran sino trocitos de esa pieza única ofrecidos a todos. Agustín, el anfitrión y homenajeado, era uno más, aunque en algunos momentos se permitió corregir y mostrar cómo se cortaba. Entre todos agotaron el menú que ofrecido, participando unos más, otros menos, según sus respectivas capacidades. Y todos descubrieron que tenía el sabor de Dios. De ahí que llegaran a la conclusión de que la felicidad es inseparable de Dios. Así aparece en la obrita: La vida feliz, que nos permite conocer el contenido concreto los diálogos.

Del banquete que Agustín ofreció a sus comensales cabe señalar todavía algo particularmente significativo: liberó a la madre Mónica de pasarse tiempo en el ejercicio cansino de sus habilidades culinarias y le permitió no quedar excluida del original banquete de que participaban los demás, sino sentarse a la mesa con todos y participase como todos. Y, cosa de no menor importancia, ella mostró ser tan hábil como los demás en el manejar los instrumentos de la razón y de la fe para servir su porción a los demás. Dejando la imagen y pasando a la realidad: Mónica no tuvo que quedarse, como mujer, en la cocina mientras los demás dialogaban sobre el interesante tema de la felicidad; al contrario, pudo participar de los diálogos con los demás y demostrar que, a pesar de no tener estudios específicos, estaba a la altura de ellos.

Pío de Luis, OSA