Reflexión agustiniana

Escrito el 03/12/2022
Agustinos


Acojamos el amor de Dios

Tiempo de adviento es tiempo de espera alimentando el deseo de una vida mejor. Así estaba el pueblo de Israel cuando llegó el Salvador. También nosotros vivimos tiempos de confusión y tinieblas. Necesitamos una luz que ilumine la meta de nuestra vida y nos anime en la esperanza de alcanzarla. La Navidad es la luz que ilumina este mundo, el Camino que nos lleva al cielo, es el Hijo de Dios que viene. 
La palabra "pecado" tiene hoy mala prensa, tal vez por haber abusado de ella en el pasado. Asociamos el pecado con las normas que nos coartan y oprimen, y hemos olvidado su verdadero significado: pecado es aquello que hace daño al Amor, que nos hace daño a nosotros mismos porque no nos deja crecer como seres humanos e hijos de Dios; que daña las relaciones con los demás destruyendo la fraternidad; que deteriora la naturaleza; y, sobre todo, que entristece a Papá-Dios. 
Mas que nunca necesitamos recuperar la relación con Dios que no busca nuestra opresión sino nuestra salvación. Como todo padre bueno que ama a sus hijos los orienta con consejos y normas para ayudarles en su crecimiento personal. Los padres acogen a sus hijos en su fragilidad, debilidad y defectos, pero esta acogida no significa mantenerles en su limitación, si no que su amor los ayuda a crecer y superarse. 
También nuestro Padre Dios, nos ama en nuestro pecado, en nuestro orgullo y lejanía de Él, pero no para seguir en el pecado, sino para ganar nuestro corazón y saliendo de nuestro egoísmo y orgullo crecer como personas que aman al Padre y a los hermanos. Así lo expone San Agustín en la Catequesis a los principiantes donde insiste en sentirse amados por Dios en Cristo, para poder corresponder al amor con amor: 
"¿Cuál ha sido en realidad la razón más grande para la venida del Señor si no es el deseo de Dios de mostrarnos su amor, recomendándolo tan vivamente? Porque, cuando todavía éramos enemigos, Cristo murió por nosotros. Y esto porque el fin del precepto y la plenitud de la ley es la caridad, a fin de que nosotros también nos amemos unos a otros, y así como él dio su vida por nosotros, también nosotros demos la nuestra por los hermanos. Y porque Dios nos amó primero y no perdonó la vida de su Hijo único, sino que lo entregó por todos nosotros, si antes nos costaba amarle, ahora al menos no nos cueste corresponder a su amor. No hay ninguna invitación al amor mayor que adelantarse en ese mismo amor; y excesivamente duro es el corazón que, si antes no quería ofrecer su amor, no quiera luego corresponder al amor. Bien advertimos esto en los mismos amores humanos: los que buscan ser correspondidos en sus amores no hacen sino manifestar ostentosamente, por /os medios a su alcance, cuánto aman, y tratan de poner por delante la imagen de la justicia para poder exigir, en cierto modo, la correspondencia de aquellos corazones que tratan de seducir. Y se encienden todavía más, con una pasión más ardiente, cuando ven que las a/mas que desean conquistar se van encendiendo en su misma pasión. Por tanto, si hasta un corazón encendido se enciende más todavía al sentir que es correspondido en su amor, es evidente que no hay causa mayor para iniciar o aumentar el amor como el darse cuenta de que es amado quien todavía no ama, o que es correspondido el que ya amaba, o que espera ser amado o comprueba que ya lo es. 

Y si esto sucede hasta en los amores ilícitos, ¿cuán más plenamente en la amistad? Pues ¿qué otra cosa tememos más en las faltas contra la amistad, sino que nuestro amigo piense o que no le amamos o que le amamos menos de lo que él nos ama?Porque sí llegase a creer esto, sería más frío en su amor, gracias al cual los hombres gozan de la mutua amistad. Y si ese amigo no es tan débil que se deje enfriar completamente en su amor ante esa ofensa, se mantendrá en un amor de conveniencia, pero no de gozo. 
Realmente merece la pena observar que, si los superiores desean ser amados por sus inferiores y se alegran de su obsequiosa obediencia, y cuanto más obedientes los ven tanto más los aprecian, con mucho más amor se inflama el inferior cuando se da cuenta de que el superior le ama. En efecto, el amor es tanto más grato cuanto menos se agosta por la sequedad de la indigencia, y más profusamente fluye de la benevolencia: el primer amor procede de la miseria; el segundo, de la misericordia. Y si acaso el inferior no esperaba la posibilidad de ser amado por el superior, se sentirá movido de modo inefable al amor si aquel espontáneamente se digna manifestarle cuánto le ama a él, que nunca habría osado esperar un bien tan grande. ¿ Y qué hay más excelso que un Dios que juzga y más desesperado que un hombre pecador? Éste tanto más se había entregado al yugo y al dominio de las soberbias potestades, que no pueden hacerlo feliz, cuanto más había desesperado de poder ser considerado por aquella autoridad, que no desea distinguirse por la malicia, sino que es sublime en su bondad. 
Por tanto, Cristo vino a este mundo para que el hombre supiera cuánto le ama Dios y aprendiera a inflamarse en el amor del que le amó primero, y en el amor del prójimo, de acuerdo con la voluntad y el ejemplo de quien se hizo prójimo al amar previamente no al que estaba cerca, sino al que vagaba muy lejos de él; y si toda la Escritura divina, que ha sido escrita antes de su venida, ha sido escrita para preanunciar la llegada del Señor, y si todo cuanto más tarde fue recogido en las Escrituras y confirmado por la autoridad divina, nos habla de Cristo y nos invita al amor, es evidente que no sólo toda la Ley y los Profetas, sino también todos los libros divinos que más tarde han sido reconocidos para nuestra salvación y conservados para nuestra memoria, se apoyan en estos dos preceptos del amor de Dios y del amor del prójimo. Por esta razón, en el Antiguo Testamento está velado el Nuevo, y en el Nuevo está la revelación del Antiguo. Según aquella velación, los hombres materiales, que sólo entienden carnalmente, están sometidos, tanto entonces como ahora, al temor del castigo. En cambio, con esta revelación los hombres espirituales que entienden las cosas espiritualmente se ven libres gracias al regalo del amor: /os de entonces, a los que fueron reveladas incluso /as cosas ocultas porque las buscaban en su piedad, y los de ahora, que buscan sin soberbia para que no se les oculten las cosas reveladas. 
Como quiera que nada se opone más a la caridad que la envidia, y la madre de la envidia es la soberbia, el Señor Jesucristo, Dios y hombre, es al mismo tiempo una prueba del amor divino hacia nosotros y un ejemplo entre nosotros de humildad humana, para que nuestra más grave enfermedad sea curada por la medicina contraría. Gran miseria es, en efecto, el hombre soberbio, pero más grande misericordia es un Dios humilde." (Catequesis a los principiantes 4,7-8) 

Pedro Luis Morais Antón, agustino.