Domingo de Pentecostés

Escrito el 28/05/2023
Agustinos


Texto: Miguel G. de la Lastra,  OSA
Música: Autum prelude

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».


El primer día de la semana 

 

“El primer día de la semana”. El evangelio de hoy nos devuelve a la tarde del domingo de Resurrección. Es como si este tiempo de Pascua comenzara y terminara con la misma escena, pero mirada desde distintas ópticas. La sorpresa de ver a Jesús resucitado de entre los muertos nos había dejado boquiabiertos y quizás algo embobados, fascinados, contemplando de forma pasiva lo que había sucedido en Jesús, como si fuéramos meros espectadores. Pero la escena del evangelio no sólo tiene el saludo de paz del Resucitado sino que incluye también una acción sobre los discípulos: “Sopló sobre ellos”

La resurrección transforma el cuerpo muerto de Jesús, pero también transforma el espíritu acobardado de los discípulos. Ese soplo les transforma y les permite liberar, exactamente igual que Jesús había liberado a los retenidos por sus pecados. Igual que el Padre envió al Hijo, para poner luz en este mundo, exactamente igual el Hijo envía a los discípulos. Ya no son espectadores de algo que sucede delante de ellos. Ahora son actores, son los agentes que realizan la obra de Dios. La Pascua de Jesús adquiere todo su significado en el envío del Espíritu Santo. Pentecostés nos hace comprender que la acción del Padre en el Hijo es también una acción del Padre y el Hijo en nosotros, por medio del Espíritu que hemos recibido.

Permíteme que me haga una pregunta ¿por qué esperar al final del evangelio para entregar el Espíritu? ¿Por qué no lo entregó antes? No le habría costado soplar sobre ellos en Galilea, o en la última cena. ¿Por qué esperar justo al final? Si pensamos en el Espíritu Santo como algo material que se tiene y se pierde, que puedes olvidarte en algún lugar, la pregunta tiene sentido. Pero si miramos mejor el evangelio de Juan vemos que los discípulos estuvieron acompañando a Jesús mientras recorría pueblo tras pueblo poniendo luz en la oscuridad, “perdonando los pecados”. Los discípulos habían ido entrando poco a poco en la vida del Hijo. Caminaban con el Hijo, acogían pecadores como el Hijo, anunciaban la esperanza con el Hijo. Los discípulos ya estaban viviendo la vida del Hijo, respiraban el aliento del Hijo y en ese sentido ya poseían el Espíritu del Hijo. Pero aún no lo tenían como iban a tenerlo, lo tenían oculto, pero no manifiesto. Creían que eran siervos y son amigos. El auténtico don del Espíritu es este: “conocer lo que tenemos” (In Io 74,2). El envío a “perdonar”, el envío a reconciliar a los hombres con Dios y a los hombres entre ellos, a retirar la carga de la culpa y el remordimiento no es un envío a “mirar” lo que el Maestro hace sino a “realizar” las obras del Maestro y el Señor. Tenían el Espíritu pero ahora lo tienen con mayor profundidad. “Nos queda por entender que tiene el Espíritu Santo quien ama, y teniéndolo merece tenerlo más, y teniéndolo más ama más. Así pues, los discípulos tenían ya el Espíritu que el Señor prometía, sin el cual no lo llamaban Señor, y empero no lo tenían aún como el Señor lo prometía. Lo tenían, pues, y no lo tenían quienes aún no lo tenían en la medida en que había que tenerlo. Así pues, lo tenían menos, había de serles dado más; lo tenían ocultamente, iban a recibirlo manifiestamente, porque al don mayor del Espíritu Santo pertenecía esto: que se les diera a conocer lo que tenían. (S.Agustín Tratados sobre el evangelio de S.Juan 74,2)