Miércoles IV de Pascua

Escrito el 24/04/2024
Agustinos


Texto: Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Prelude nº1 in C major. Joham S. Bach (Kimiko Ishizaka)

En aquel tiempo, Jesús gritó diciendo:
«El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas.
Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre».


“La palabra lo juzgará en el último día”

“La palabra lo juzgará en el último día”. En cierto sentido este concepto de juicio del evangelio de hoy quizás está un poco fuera de los conceptos teológicos que manejamos. Igual nos pasa con el concepto de “el último día”. Realmente sabemos que el Antiguo Testamento tenía puesta la mirada en un momento histórico de final de época en el que Dios aparecería para poner todo en orden, para devolver a cada pueblo a su auténtica tierra y a su libertad y hacer cuentas con los pueblos enemigos de Israel.

¿Qué ha pasado con este juicio del último día? Es cierto que sigue estando en el Credo y que es algo que sucederá sin duda. Pero en cierto sentido ese resultado final se encuentra ya presente. La persona de Jesús ha anticipado ese juicio que distingue a los que pertenecen a Dios y los que son extraños o extranjeros. La persona y la vida de Jesús ha marcado un punto de atracción o rechazo. Sucedió en la gente de su época y sigue sucediendo hoy. Jesús es la luz del mundo, y la luz distingue entre los que pueden verla y los que no pueden verla, realiza ya un juicio entre los que son de Dios y los que no lo son. En ese sentido el último día no va a suponer una gran diferencia, porque en el día presente ya se puede separar la humanidad en estos dos grupos.

Pero la metáfora es más sutil. Esta luz no simplemente ilumina, sino que deja en la parte del hombre la decisión de “creer o no”. Y aquí no nos podemos quedar sólo en afirmar dogmas de fe o verdades aprendidas. Creer en Jesucristo supone aceptar la luz que él arroja sobre el mundo. Porque el mundo vivía y vive una especie de ceguera que le impide reconocer la acción de Dios. Nuestro egoísmo, nuestros miedos, nuestra vanidad nos llevan a valorar circunstancias y personas en función de lo que pueden favorecernos a nosotros. Y en cierto sentido ejercemos un cierto “juicio final” cada vez que descartamos a alguien de nuestra vida o renegamos de alguna experiencia. Pensemos en la oscuridad de los discípulos durante el viernes de Pasión del Señor. El fracaso de sus expectativas, el miedo a ser detenidos, la vergüenza de haber sido incapaces de proteger al Maestro, todo esto les oscurecía la mirada y les impedía ver la acción de Dios, la bendición de Dios sobre la persona de Jesús.

Pero el que cree no queda en tinieblas. El que mira el mundo como lo mira Jesús, lo ve de una forma distinta, como bajo una luz distinta que le permite reconocer incluso en la tortura de la Cruz un momento de entrega y fidelidad al Padre que concluye con la expresión “todo está cumplido”.

Quien cree en esas palabras, vive la vida como la vive Jesús y se sitúa “bajo su luz”. Y entonces el mundo queda iluminado de una forma nueva, el centro de la vida empieza a ser el otro en lugar de yo mismo. Pero quién ignora estas palabras, quien sigue mirando la muerte en la cruz como un fracaso, como el final de un buen deseo frustrado por las estructuras sociales, quien sigue preguntándose por los beneficios que va a obtener de cada jornada, está cegado y no ve el mundo tal y como es, sino que ve una sombra, una apariencia. Camina en tinieblas, no en la luz, y casi importa poco lo que ocurra el último día, porque ya en este día vive en un mundo de sombras que es como si no viviera en el mundo auténtico.

Necesitamos de esa luz, pero necesitamos también mirar iluminados por esa luz para ver el mundo a la luz de esa Luz que es Cristo, su forma de ver y de comprender a los hombres y el mundo. Pidamos con San Agustín “Tú, que eres la luz del alma, Señor, Dios mío, ilumíname ahora mis ojos, para que te vea y te conozca, y no tropiece a la vista de mis enemigos”. (soliloquios 17)