Domingo IV. Tiempo Ordinario

Escrito el 30/01/2022
Agustinos

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Texto: Miguel G. de la Lastra
Música: Reinnasance audionautix

En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo:
«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.


Ante el profeta: de la fascinación a la extrañeza

Tampoco es tan cierto en la tradición bíblica que los profetas no fueran aceptados. Salvo Jeremías que lo pasó realmente mal y los líos políticos de Elías contra el rey, de los demás no tenemos constancia en sus libros. Aunque cuando leemos la historia del pueblo entendemos que mucho caso a los profetas no les hicieron. Siguieron viviendo sus vidas como si Dios no se estuviera ocupando mucho de ellos

Un profeta sabe reconocer la auténtica verdad de la historia. Sabe ver las circunstancias de cada día, los egoísmos y mediocridades de las decisiones humanas, la corrupción en todo sistema de gobierno, la imperfección de nuestros esfuerzos de fraternidad y justicia. Lo ve como todos, pero sabe verlo también como una historia de Alianza de Dios con los hombres. Sabe ver cada día como parte de una historia de amor de Dios por la humanidad; cada día, por muy banal y cotidiano que sea.

Y lo cuenta, y tantas veces los destinatarios de ese mensaje lo rechazan. Las palabras son fascinantes, despiertan las esperanzas más profundas del corazón y no tendríamos ningún problema en reconocerlas como visiones del futuro. Pero el profeta pretende que la esperanza suceda hoy y suceda aquí, y además con las personas y las circunstancias del día de hoy.

Así que la fascinación se convierte poco a poco en extrañeza, incomprensión, furia y rabia. Porque quizás estamos tan acostumbrados a la mediocridad de nuestra patria, de nuestras vidas, que podríamos aceptar una vida renovada pero nos negamos a plantearnos que las circunstancias de nuestra vida puedan ser redimidas. Podemos aceptar una fraternidad universal en el futuro, pero estamos tan atados por nuestros rencores y nuestras heridas que rechazamos esa fraternidad hoy, aquí y ahora, con nuestros vecinos que quizás nos han ofendido mucho.

Y devolvemos al profeta palabras de rechazo. Porque nos invita a amar nuestro día a día mientras nosotros nos hemos acostumbrado a minusvalorarlo con la fantasía de que lleguen los momentos buenos y las personas adecuadas. Querríamos que eso de que “Hoy se cumple esta Escritura” signifique que dejemos de ser siervos para poder ser señores, y en cambio el profeta nos pide que seamos aún más siervos del día a día.

Y por no querer deshacernos de nuestras amarguras, no podemos llenarnos de las alegrías. Tenemos el vaso tan lleno de certezas que no nos cabe esa verdad que nos haría mirar de forma diferente todo lo que nos rodea y a todos los que nos rodean. Pero en algunos, que se habían dejado liberar de prejuicios y miedos, llegó lo que estaban esperando y encontró limpios los vasos que le iban a acoger. (cfr. Com Salmo 140,2)