Domingo II Tiempo Ordinario

Escrito el 15/01/2023
Agustinos


Texto: Ángel Andújar, OSA
Música: One love. Keys of moon

En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
«Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel».
Y Juan dio testimonio diciendo:
«He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él.
Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
“Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”.
Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».


Agua y Espíritu

 

Estamos estrenando una nueva etapa en el año litúrgico, una vez culminadas las fiestas de Navidad. En ellas el símbolo dominante fue el de la luz, expresado en la estrella que conduce a los testigos hasta Jesús, luz que brilla en la tiniebla. Ahora, siguiendo la estela del pasado domingo, día del Bautismo del Señor, tenemos el símbolo del agua como eje vertebrador del texto evangélico. Juan bautizaba con agua, invitando a quienes se acercaban a él a sumergirse en las corrientes del Jordán. Allí bajaban cansados y agobiados, saliendo renacidos y esperanzados. En esas mismas aguas había visto Juan bajar a Jesús, en quien descubre el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Es decir, el Bautista descubre en el Señor a aquel que nos ha sido dado por Dios para erradicar de nuestro mundo todo aquello que tiene de inhumano e injusto.

El agua refresca, limpia y purifica, calma la sed y reconforta. Por eso es un elemento muy empleado en diversas tradiciones culturales y religiosas: un elemento vital, como lo es la luz, expresando el ansia de vida que tenemos los seres humanos, tantas veces agotados bajo el peso de la existencia, del propio pecado, de los pecados ajenos o de las limitaciones de la creación. Tenemos sed de vida en plenitud, pero no siempre podemos saciarla. Por eso necesitamos expresar mediante ritos ese deseo de superar las limitaciones.

En el caso del bautismo, nos dice el evangelio que a partir de Jesús el rito del agua recibe un valor añadido: Jesús bautiza con Espíritu Santo. No pensemos en ritos mágicos; se trata de descubrir que, bajo el símbolo del agua, está el reconocimiento del ser humano como templo del Espíritu, comprender que el Señor habita en lo más profundo de nuestro ser, como decía san Agustín, «más interior que lo más íntimo mío» (Confesiones, III, 6, 11). Pero de nada sirve esa presencia divina si no tomamos conciencia de ella.

Jesús posee el Espíritu y todas aquellas personas que entren en contacto con Él, acepten su mensaje y se abran a su acción estarán investidas de esa fuerza divina. Al comienzo de la vida pública de Jesús, que es lo que para nosotros representan estos domingos del comienzo del tiempo ordinario, se nos invita a asumir su propuesta, a dejarnos guiar por su Espíritu, a huir de la tentación de mirar para otro lado y a renovar nuestra existencia para comprometernos con su proyecto: el de la venida del Reino. Juan, con su bautismo de agua, nos invita a acercarnos a Jesús; este, con su bautismo de Espíritu Santo, nos inunda con su amor y nos enseña ese modo de andar por el mundo que hace que este sea mejor para todas las personas.