Texto: Niguel G. de la Lastra, OSA
Música: Autum prelude
En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».
Pero él le contestó:
«Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”».
Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”».
Jesús le dijo:
«También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».
De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los
reinos del mundo y su gloria, y le dijo:
«Todo esto te daré, si te postras y me adoras».
Entonces le dijo Jesús:
«Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”».
Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían.
La tentación pone en evidencia lo que somos
El camino de la cuaresma es un camino hacia la experiencia del bautismo, un camino para escuchar la voz del Padre que nos llama “hijos”, un camino de regreso a casa, como el camino del hijo pródigo. En el primer paso de este camino chocamos con la contradicción de llamar “hijo” al que está compuesto de “polvo”.
Si pensamos en cómo nos comportamos, en los sentimientos que la vida hace brotar en nosotros, en la forma como afrontamos las circunstancias cotidianas, nos damos cuenta, día sí y día también, que nuestras acciones no se parecen mucho a las acciones del Padre. Da la impresión de que las circunstancias de la vida nos superan, nos tumban y en medio de nuestras jornadas aparece continuamente esa pregunta engañosa: “¿Eres hijo de Dios?”.
Decía San Agustín que “Nadie se conoce a sí mismo si no es tentado” (Com. Sal. 60) y realmente cuando la vida nos presenta esa pregunta nuestra primera reacción sería rendirnos a la evidencia, rendirnos a las circunstancias, rendirnos a nuestro propio pecado y confesar que realmente no somos hijos, porque si la humanidad fuera hija de Dios habría puesto pan y paz en Ucrania, sería capaz de gobernar las leyes de la gravedad y las terribles leyes del mercado. Nuestra incapacidad para convertir este mundo en el jardín que Dios soñó nos invita a postrarnos derrotados frente al Maligno y confesar que el señor más auténtico de nuestra vida es lo mediocre, lo mezquino, lo que separa y levanta muros, lo que usa la diferencia y el miedo como justificación de la violencia y termina maldiciendo la tierra con la sangre del hermano.
La tentación pone en evidencia el polvo del que estamos hechos. Pero la tentación también nos permite conocernos, porque este polvo está insuflado con el aliento de Dios. La voz que nos llamó “hijos” es la voz del Padre.
“Caer en tentación es salirse de la fe” (Serm. 115) es dejar de afirmar que en la expresión “hijo de Dios” el foco no está en el hijo sino en el Padre. El protagonismo de la paternidad está en este Dios que ha mirado nuestro polvo y lo ha escogido, moldeado y nombrado “hijo”.
Caer en la tentación es renegar de esa acción de Dios, es desconfiar de su decisión, es darle más valor a nuestro cansancio y pequeñez que a la acción de Dios. Caer en la tentación es quitarle a Dios el protagonismo para usurparlo nosotros. Y ahí radica el engaño del Maligno, en convencernos de que Dios es como tantos que nos engañan, que prometen y no cumplen. Convencernos de que Dios se atribuye el nombre de “Padre” pero no va a ser fiel a ese nombre.
Resistir en la tentación es resistir en la tozuda certeza de que Dios es Dios, de que el Padre es Padre.