Domingo II de Cuaresma

Escrito el 05/03/2023
Agustinos


Texto: José María Martín, OSA
Música: Autum prelude

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
«Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó:
«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».


Oración y compromiso de vida

                    El segundo domingo de Cuaresma nos presenta la Transfiguración del Señor. Superada la prueba del desierto, Jesús asciende a lo alto de la montaña para orar. Es éste un lugar donde se produce el encuentro con la divinidad. El rostro iluminado y los vestidos que “brillan de blancos” reflejan la presencia de Dios. Algunos rostros ofrecen a veces signos de esta iluminación, son como un reflejo de Dios. Se nota su presencia en ciertas personas llenas de espiritualidad, que llevan a Dios dentro de sí y lo reflejan en los demás. Tenemos necesidad de orar, de sentir dentro de nosotros la presencia de Jesucristo

                 Jesús no subió al monte Tabor solo. Le acompañan Pedro, Juan y Santiago, los mismos que están con El en la agonía de Getsemaní.  Es una premonición de que sólo aceptando la humillación de la cruz se puede llegar a la glorificación. En las dos ocasiones los apóstoles “se caían de sueño”. El sueño es signo de nuestra pobre condición humana, aferrada a las cosas terrenas e incapaz de ver nuestra condición gloriosa. Estamos ciegos ante la grandeza y bondad de Dios, no nos damos cuenta de la inmensidad de su amor. Tenemos que despertar para poder ver la gloria de Dios.

                  Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, representantes de la Ley y los Profetas. Este detalle quiere mostrarnos que Jesús está en continuidad con ellos, pero superándolos y dándoles la plenitud que ellos mismos desconocen, pues Jesús es el Hijo, el amado, el predilecto. ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante esta manifestación de la divinidad de Jesús? La voz que sale de la nube nos lo dice: ¡Escuchadlo! Abraham escuchó la voz de Dios y salió de su tierra en busca de la tierra prometida por Dios. Hoy debo preguntarme, ¿mi confianza en Dios es tan grande que estoy dispuesto a salir de mi mismo, de mi tierra, de mis seguridades, para ponerme en camino y dejarme guiar por Dios?

                 La gran tentación es quedarse quieto, porque “en la montaña se está muy bien”. Hay que bajar al llano, a la vida diaria, de lo contrario la experiencia de Dios no es auténtica. No podemos refugiarnos en un puro espiritualismo que se desentiende de la vida concreta. Nos cuesta escuchar –que es algo más que oír- la Palabra de Dios. Necesitamos hacerla vida en nosotros, encarnarla en nuestra realidad y en la situación de nuestro mundo. San Pablo recordaba a Timoteo que debía tomar parte en los duros trabajos del Evangelio, con la ayuda de Dios.  Somos ciudadanos del cielo, pero ahora vivimos en la tierra y es aquí donde debemos demostrar que Dios transforma nuestro cuerpo humilde y nos hace vivir como hombres y mujeres renovados. Creer, aceptar y vivir lo que Dios nos propone es lo que debe hacer todo seguidor de Jesucristo.  ¿Cómo vivo mi fe, soy coherente, soy capaz de encarnar mi fe en la vida concreta?