Miércoles I de Adviento

Escrito el 06/12/2023
Agustinos


Texto: Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Prelude nº1 in C major. Joham S. Bach (Kimiko Ishizaka)

En aquel tiempo, Jesús, se dirigió al mar de Galilea, subió al monte y se sentó en él.
Acudió a él mucha gente llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros; los ponían a sus pies, y él los curaba.

La gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos a los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos, y daban gloria al Dios de Israel.

Jesús llamó a sus discípulos y les dijo:
«Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino».

Los discípulos le dijeron:
«¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes suficientes para saciar a tanta gente?».

Jesús les dijo:
«¿Cuántos panes tenéis?».

Ellos contestaron:
«Siete y algunos peces».

Él mandó a la gente que se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente.
Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete canastos llenos.


Cuenta con nosotros

Apenas atravesado el umbral del adviento el evangelio de hoy nos invita a fijar la mirada sobre Jesús, que viene a ocuparse de las fragilidades del hombre. El ansia de pan, de alimento, es una necesidad tan básica como la del agua. El agua viene del cielo o brota de las entrañas de la tierra. Pero el pan se fabrica, las manos del hombre lo preparan y lo entregan aunque en ocasiones lo retienen, lo escatiman y así el hombre, que tiene el poder de saciar el hambre se queda atrapado en la misma pobreza que Dios había advertido a Adán: trabajarás la tierra y te dará espinas.

Mientras camina por Galilea Jesús va preparando un nuevo pueblo de Dios donde tienen sitio también los mudos, los lisiados, los tullidos y los ciegos. Cada uno de ellos había perdido una habilidad humana y a cada uno de ellos Jesús se la devuelve.

Pero queda otra ceguera, otra parálisis, otra enfermedad. Los discípulos son capaces de ver el hambre de la gente, la necesidad de tantos, pero son incapaces de ver la forma de solucionarlo. La pregunta “¿de dónde?” muestra que no son capaces de ver precisamente de dónde iban a salir los panes. ¡Nadie podría verlo! Con algo tan pequeño, con tan sólo siete panes y unos pocos peces parece que no se puede hacer nada.

Jesús cura la ceguera del discípulo que no sabe ver. San Agustín lo interpreta de forma un poco alegórica al entender que “los siete panes significan la operación septenaria del Espíritu” (Serm 197) y así, al mirar los panes, tenemos que ver la fuerza de Dios que recibimos en lo que él mismo nos ha dado. El discípulo es incapaz de ver la utilidad de los panes porque no comprende la fuerza del Espíritu que habita en la Iglesia. Sólo ve el número pequeño, no comprende la fuerza que se esconde detrás de ese simple siete. Y también se confunde al final, cuando ve los sieta canastos, y ahí sí, ahí el número parece grande, sigue sin ver que la grandeza es el Espíritu que va poblando el mundo, de la mano de Jesús a los discípulos y de estos a la gente. Un Espíritu que llena la Iglesia y en la Iglesia va llenando el mundo.

Y ocurre algo impactante. Si volvemos a leer el evangelio nos damos cuenta de que es Jesús el que cura a ciegos, lisiados, tullidos y mudos. Pero cuando llega al problema del hambre Jesús quiere que sean también los discípulos los que la resuelvan, quieren que sean ellos los que cambien las cosas. Primero comparten sus panes y peces, después reparten el pan que Jesús les da. Jesús multiplica los panes, pero son los discípulos los que hacen el milagro de saciar a los hambrientos. El reino de la misericordia se cumple también por mano de los discípulos.

Y así quedan curados de su ceguera del “no se puede”. Una ceguera que les llevaba a tener un brazo paralizado y unos pies lisiados que no sabían caminar.  Pero Jesús, al curar la ceguera, cura también la cojera de los discípulos porque como nos recuerda San Agustín “Tus pies son el amor que tienes. Ten los dos pies, no seas cojo. ¿Cuáles son? Los dos preceptos del amor: el de Dios y el del prójimo. Corre con estos dos pies hacia Dios” (Salm 33,2,10)