II Domingo de Pascua. Divina misericordia

Escrito el 07/04/2024
Agustinos


Texto:  Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Prelude nº1 in C major. Joham S. Bach (Kimiko Ishizaka)

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en
medio y les dijo:
«Paz a vosotros».

Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».

Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».

Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».

Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».

Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».

Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Heridas que sanan heridas

“Si no veo la señal de sus clavos”. Nos podría parecer que la petición de santo Tomás es un tanto desconfiada, casi impropia de un apóstol. El mismo san Agustín se pregunta cómo podría santo Tomás pretender que creyeran lo que el mismo no había creído cuando empezó a predicar, casi como si santo Tomás tuviera que sentirse avergonzado de invitar a creer a los incrédulos (Serm. 375C). Quería garantizar la fe tocando a Cristo. ¿Pero no es la fe precisamente lo opuesto a tocar?

Tal vez deberíamos fijarnos con más detenimiento en el texto del evangelio. La afirmación de los discípulo es “hemos visto al Señor”, y la petición de Tomás es “ver las heridas” para poder creerlo, creer que has visto al Señor. El tema central no es que Cristo viva, el tema central es introducir las heridas dentro de la experiencia de la resurrección. Porque las manos taladradas y el costado abierto, la cruz, identifican a Cristo con la humanidad mucho más que el semblante, la dulzura y la serenidad, más incluso que la amistad o la capacidad de sentir compasión. La Cruz es la marca de la esclavitud del hombre, la expresión de la forma más deshumanizada de nuestras acciones, de nuestra envidia, nuestros odios y miedos. Las marcas en manos y costado son la ofensa y el desprecio a todo lo que Dios es, a todo lo que el hombre es.

Y Cristo crucificado carga con ellas, y también Cristo Resucitado. No quedan como un recuerdo, están presentes como un elemento de identidad. Veo al Señor porque veo al Crucificado. ¡Menudo cambio de perspectiva! No pide ver milagros, aclamaciones de multitudes, discursos de profunda sabiduría... ¡esos también los hacen muchos que no son el auténtico Señor! El único que puede llevar el título de “El Señor” es el que lleva como propias las señales de la Cruz. Y sólo las señales, porque la cruz y la muerte identifican al hombre, pero no le definen, no le determinan.

Tomás tocó y creyó ¿y nosotros? Algunos quizás crean sin haber visto. Pero muchos de nosotros estamos quizás todavía como Tomás. También necesitamos tocar, porque es como si nuestro corazón estuviera algo herido de desconfianza, acostumbrado a señores mediocres que nunca terminan de ocuparse de nosotros porque nunca terminan de comprometerse con nosotros, que nunca bajan a nuestro barro, a nuestra fragilidad. Un corazón herido de desconfianza, que queda sanado con un signo. El evangelio terminaba hablando de “estos signos” que se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías y creyendo tengáis vida. Signos que se ven, para poder creer como Tomás, que vio y creyó. Y de todos los signos del evangelio, de los panes multiplicados, los peces pescados, los paralíticos curados hoy todavía nos queda el signo de las cicatrices, las heridas en su cuerpo de un Cristo roto pero también levantado del sepulcro. Creer a través de las manos, creer ante un costado abierto, herido como nosotros pero que no está abatido como nosotros. Un costado abierto en el que poder esconder todas las heridas de nuestro corazón. Una herida que sana heridas. Porque quien resucita no es un espíritu ni siquiera es el Verbo eterno e inmaterial. Quien resucita es un hombre herido que no se avergüenza de las marcas de su debilidad. Y tocando esta debilidad igual a la nuestra podemos creer en el Señor igual a nosotros, podemos tener vida igual a la suya.

“¿Qué hubiera pasado, entonces, si el Señor hubiese resucitado sin las cicatrices? ¿O es que no podía haber resucitado su carne sin que quedaran en ella rastros de las heridas? Lo podía; pero, si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las heridas en nuestro corazón. Al tocarle, lo reconoció. Le parecía poco verlo con los ojos; quería creer con los dedos”.  (serm. 145 A)