VII Domingo de Pascua. Ascensión del Señor

Escrito el 12/05/2024
Agustinos


Texto:  Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Prelude nº1 in C major. Joham S. Bach (Kimiko Ishizaka)

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo:
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.
El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban

¿Cuál es nuestro lugar?

Me gustaría fijarme hoy en el final del evangelio de Marcos que acabamos de leer. El Señor Jesús subió al cielo, ellos se fueron a pregonar el Evangelio y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales. ¿De qué lugar estamos hablando? Porque está claro que el Señor está en el cielo “sentado a la derecha del Padre” y es evidente que los discípulos están y estamos aquí en la tierra y que las palabras y las señales suceden claramente aquí en la tierra. Entonces ¿dónde está el Señor? Pues está “trabajando con ellos”, codo con codo, que es el significado que podíamos leer en griego detrás de esa expresión “cooperar”, que no sólo significa “echar una mano” sino realizar con ellos la obra.

La Ascensión del Señor cierra el ciclo que se inicia con su descenso de cielo a la vida de los hombres, continua con su camino entre nosotros y concluye ahora con su regreso a su lugar originario, su patria. Visto como un ser humano Dios actúa de forma prodigiosa dos veces sobre Jesús “En su ser humano, Cristo ha sido glorificado dos veces: la primera, al resucitar al tercer día de entre los muertos; la segunda, al ascender al cielo en presencia de sus discípulos” (Sermón 265). La Resurrección, la victoria sobre la muerte y sobre todas las acciones del pecado (la envidia, el rencor, la desesperanza, ...), la hemos celebrado en estos días de Pascua y de alguna forma hemos compartido también esa victoria, porque también nosotros nos hemos reconocido como “hijos de la luz”, como renacidos en el bautismo. por eso ya no miramos el mundo como hombres viejos ni hacemos las cosas del “hombre viejo” sino que, como hombres renacidos, vivimos a la luz de Cristo, amamos como Cristo ama.

Hoy se nos pone delante un paso más. Darnos cuenta de cuál es nuestro sitio, cuál es nuestra patria. Evidentemente en Jesús vemos como algo natural que regrese al cielo, a su cielo, pero en nosotros se hace más difícil comprender que “nuestra cabeza nos ha elevado ya en su cuerpo; adonde está él le siguen también los miembros, puesto que adonde se ha dirigido antes la cabeza han de seguirle también sus miembros” (sermón 359). El cielo se convierte ahora en nuestra patria, en nuestro destino, más bien en nuestro “lugar propio”, en el lugar al que pertenecemos. No sólo seguimos las reglas de vida del cielo, sino que somo habitantes del cielo que ahora peregrinan por la tierra.

La Ascensión de Jesús abre un puente entre el cielo y la tierra que no sólo acerca la tierra al cielo abriendo un paso para que los hombres pasemos de aquí a allá, sino que ese puente tiene dos direcciones. Nos habla de dónde iremos, de nuestra esperanza, pero al mismo tiempo nos habla de nuestro presente, de nuestra tarea, de nuestro camino de hoy. Acerca la tierra al cielo porque pone en la tierra la presencia del cielo, o mejor, porque mantiene en la tierra el operar de Cristo, la presencia del cielo

El bautismo que nos ha unido a Cristo ha hecho de nosotros la misma presencia de Cristo en la tierra, el mismo cielo actuando aquí en la tierra. Desde que la humanidad está sentada a la derecha de Dios la humanidad acepta la identidad de ser “la mano derecha de Dios”, en el cielo y en la tierra. “Exista en la tierra la actividad necesaria, y en el cielo el deseo de ascender. Aquí la esperanza, allí la realidad”. (Sermón 359).

La Ascensión de Jesús nos desafía a aceptar nuestra identidad de “mano derecha de Dios”, de “cooperadores” de la acción de Dios en la tierra. No es una huida o un desentenderse, no es el anhelo de escapar con Cristo detrás de las nubes, dejando atrás las cargas y los agobios de cada día. Ascender con Cristo es hacer de mi tierra baja un lugar de “cooperación” con Cristo. El sube y los discípulos se extienden por el suelo, por la tierra y todavía no por el cielo.

¿Y qué pasa con las señales? ¿Por qué no se ve la acción del Señor operando? Podría decirte que porque no miramos bien y no sabemos descubrir a Dios escondido en lo cotidiano. Pero hoy el evangelio de Marcos era demasiado concreto para ser simbólico, recordaba acciones muy evidentes como coger serpientes o sanar enfermos. No parecen acciones ordinarias. Lo ordinario es escapar de la serpiente y el veneno y resignarme a la enfermedad, renunciando a la salud, lo que en el fondo es otra forma de huida.

Quizás no vemos las señales porque nuestra palabra y nuestra acción esta todavía dentro de los ámbitos de la tierra, dentro de los limites estrechos de actuación de la tierra, como si “todavía” no fuéramos ciudadanos del cielo. Tal vez la Ascensión se podría convertir en nosotros en una más profunda Encarnación, en la audacia de vivir en la tierra con los derechos del cielo, con la autoridad del cielo frente a la enfermedad, los peligros, las estructuras establecidas, los valores terrenos y quién si también frente a los demonios. Vivir con esa libertad y esa audacia de decir “No puedes tocarme, yo soy ciudadano del cielo”. Al final la Ascensión en lugar de hacernos huir nos empuja a quedarnos más en la tierra, viviendo  con la parresia de quien tiene su morada en los cielos.