Texto: Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Prelude nº1 in C major. Joham S. Bach (Kimiko Ishizaka)
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Dichosos los que crean sin haber visto
Dichosos los que crean sin haber visto. El cuarto evangelio le reserva al apóstol santo Tomás un puesto privilegiado en una escena que concluye todo un capítulo dedicado a la resurrección. Y si nos fijamos, este capítulo 21 presenta a Pedro, a María Magdalena, a los once e incluso al discípulo amado. Pero sólo en la escena de Tomás se habla directamente de nosotros, los que hemos creído pero no hemos visto los milagros de Jesús, ni oído sus palabras, ni saboreado sus panes o peces, ni olido el perfume derramado a sus pies ni tampoco hemos tocado el borde de su manto. Nuestra forma normal de conocer es por los sentidos, y nosotros no los hemos podido usar para conocer a Jesús.
San Agustín nos anima a que nos fijemos en un detalle curioso, en las heridas. “El Señor, que pudo haber resucitado sin que quedase rastro de sus heridas, conservó las cicatrices para que las tocase el incrédulo y para sanar las heridas de su corazón” (Serm 112,4). Las heridas, que son cinco, como los sentidos, en manos, pies y costado, parece que sobran en ese cuerpo resucitado y glorioso. Todo lo demás queda restaurado, pero deja las heridas. La verdad es que puestos a resucitar, ya que se levanta de la muerte, ya que tiene un cuerpo glorioso, restaurado, podría haber borrado también las cicatrices.
Casi parece que la clave del cuerpo glorificado tras la resurrección esté en esas heridas. Mis ojos buscan la gloria en milagros de leprosos curados, mis oídos la gloria de los sermones y las enseñanzas más inteligentes, mi gusto busca el pan caliente y el pescado gratis, mi tacto la suavidad del manto, la ternura del niño en el pesebre y mi olfato la dulzura y el buen olor del ungüento y el óleo con el que se consagra al rey y al mesías. Y en todos estos lugares está la gloria de Cristo, una gloria que cualquiera puede reconocer en un poderoso sanador, un sabio predicador, un generoso dador de bienes, o un rey vestido de grandes mantos o cubierto de los finos oleos del cargo. No hace falta mucha “fe” para confiar en un mesías que parece un mesías.
Pero el dedo de Tomás nos está indicando otro lugar donde reconocer a Cristo como Salvador, donde buscar su “gloria” de ser “el que salva y sana al hombre”. Tomás nos invita a mirar y tocar lo que realmente hace al hombre miserable, mucho más allá de la pobreza, la enfermedad o el hambre. Lo que quita al hombre su dignidad es precisamente el pecado que hiere nuestro corazón y deja nuestra identidad traspasada, deformada. Nuestro corazón está herido de una desconfianza ante cualquier mesías o salvador porque ninguno ha sido capaz de apreciar lo que nosotros despreciamos de nosotros mismos: nuestros egoísmos, nuestras incoherencias, nuestras mezquindades, en definitiva, todo aquello en lo que el pecado nos va convirtiendo. La duda no es si Jesús ha resucitado, la auténtica duda es si Jesús puede redimir también mi pecado y mi miseria. La duda es si de verdad Jesús va a amarme con esas cicatrices que el pecado ha dejado en mí.
Para eso están las heridas, para tocarlas y reconocer que son las mías. Un mesías que no sólo comparte la vida humana sino que se apropia de mis heridas y las hace suyas, para que yo ya no tenga que llevarlas. Comprar con su sangre mi vida significa comprar con su sangre las heridas que el pecado ha grabado en mi corazón y en mi cuerpo. Mis heridas para hacerlas suyas, llevarlas por mí y que ya no tenga que lamentarlas más.
Toca tus heridas en sus manos, pies y costado y cree. Cree que es Señor tuyo y Dios tuyo, que es “Dios con Nosotros”, “Nuestro Dios” precisamente porque nos ha liberado de lo que más nos ha esclavizado: nuestras heridas más profundas.
“Fui a la muerte por ti; por el lugar que quieres tocar derramé la sangre para redimirte y, a pesar de ello, ¿dudas todavía de mí, salvo que me toques? Bien, te concedo incluso eso; te lo muestro. Toca y cree. Descubre el lugar de mi llaga y cura la herida de tu duda”. (Serm. 112,5)