Texto: José María Martín, OSA
Música: Crying in my beer. Audionautiz
Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
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La misión de Jesús
Ofrenda y obediencia de Jesús. La fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de Jesús, con un gran significado teológico.
Sus padres cumplen lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. Lucas hace verdadero hincapié en la circuncisión e imposición del nombre. Este Jesús que tan pronto ha comenzado a aceptar las instituciones familiares y sociales, será el mismo que relativizará la familia y la sociedad en función del reino. Simeón da al niño una caracterización basándose en títulos de Isaías: "salvación de Dios", "luz para alumbrar a las naciones”, "gloria de Israel". Tenemos aquí el primer anuncio del universalismo de la misión de Jesús.
El interés del evangelista al relatar la presentación de Jesús en el Templo es expresar la novedad de Dios; es manifestar el profundo significado de la vida y misión de ese pequeño niño. Tal novedad lleva a plenitud las esperanzas mesiánicas de la tradición judía plasmadas en el Antiguo Testamento; por ello Simeón y Ana bendicen y agradecen a Dios, pues han sido testigos de la salvación de Dios a través de la presencia de Jesús; sin embargo, la plenitud de la salvación está mediada por un camino de entrega y sufrimiento, de cruz y de muerte: el camino de la vida de Jesús.
Precisamente, se celebra hoy la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Este año el lema es Peregrinos y sembradores de esperanza. Esta Jornada destaca la belleza de las vocaciones de las personas consagradas, una cualidad que nace de las alegres noticias que portan y transmiten. Las personas consagradas asumen la misión del mismo Jesús, muchas veces en circunstancias difíciles, pero son sembradores de esperanza.