Texto: Ángel Andújar, OSA
Música: Crying in my beer. Audionautiz
En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?».
Y se escandalizaban a cuenta de él.
Les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando..
El desprecio al profeta
Resulta triste comprobar que a un profeta lo desprecie especialmente su gente, sus familiares y paisanos. ¿Por qué sucede así?
En primer lugar, todos sabemos que la envidia corroe. Basta que alguien a quien conocemos esté teniendo éxito en algún ámbito de la vida para que salten las alarmas y, de forma consciente o no, busquemos el modo de denigrar a esa persona creyendo que así alimentaremos nuestro yo.
Por otra parte, los prejuicios que tenemos hacia las personas con las que convivimos nos hacen dudar de su valía. Con demasiada facilidad colgamos etiquetas, calificamos y descalificamos al prójimo basándonos en la experiencia vivida, y como nadie es perfecto, siempre sobran motivos para descubrir aspectos de debilidad.
Esto le sucedió a Jesús entre sus familiares y paisanos de Nazaret: ¿no es este el carpintero, el hijo de María? Consideran que es impensable que ese crío, al que han visto crecer y cometer travesuras, de esa familia humilde formada por María y José, pueda ser ahora alguien importante.
Pensemos por un momento en nuestras actitudes hacia los demás: ¿en qué medida la envidia, por un lado, y los prejuicios, por otro, condicionan nuestro modo de mirar al prójimo?
Por otro lado, hay algo que será una constante en la vida de los profetas y que, indudablemente, afecta a Jesús de un modo especial: el profeta incomoda, pues no está para adornar los oídos, sino para remover las conciencias. Por eso, no es de extrañar que muchas personas traten de rechazarlo, para no tener que plantearse cambiar cosas en la propia existencia. Jesús no viene haciendo portentos, sino tocando lo más profundo de la existencia de las personas, y eso incomoda.
En nuestro tiempo, en nuestra sociedad, en nuestra Iglesia y en nuestras comunidades creyentes, podemos situarnos de muy diversos modos ante un profeta. Preguntémonos si, a quienes vienen con una actitud crítica y constructiva, los despachamos con actitudes del tipo: a mí, a estas alturas de la vida, que me dejen en paz con mi vida y mis costumbres; o bien, ¿quién es esta persona para venir a decirnos nada?, que se meta en sus asuntos; o bien, no quiero escuchar nada, que yo estoy muy conforme con lo que hago.
Salir de la zona de confort es complicado pero, tengamos los años que tengamos, nunca podemos olvidar que el Evangelio es incómodo, desestabilizador, y que el creyente está llamado a vivir siempre a la intemperie y abierto a la novedad.
Jesús no se frustró ante el rechazo de los suyos, sino que siguió adelante consciente de la dificultad de su misión, pero también de su inmenso valor, confiando en la cercanía del Padre y en la fuerza del Espíritu. Ojalá que su ejemplo nos ilumine, para ser conscientes tanto del valor de la propia misión como de la necesidad de acoger las voces proféticas que nos sacan de nuestra comodidad.