Domingo VI Tiempo Ordinario

Escrito el 16/02/2025
Agustinos

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Texto:  Miguel G. de la Lastra, OSA
Música: Crying in my beer. Audionautiz

En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.

Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.

Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.

Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.

Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre.

Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!

¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!

¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!

¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».

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Pie a tierra

 

Jesús desciende del monte, con los Doce, y cuando se encuentra con los demás discípulos y con un grupo grande de gente les dirige la palabra. No es un “sermón de la montaña” sino que es un sermón pie a tierra, un sermón que habla de lo muy concreto. El anuncio del Reino se dirige a las necesidades más profundas del corazón y por eso el discurso de Jesús provoca una paradoja. ¿Cómo puede ser que nos invite a estar contentos por nuestras miserias y a lamentar que nos haya ido bien en la vida?

Sin duda se parece muchísimo a otros discursos que a lo largo de la historia han empujado a las masas a subvertir el orden social, ha hacer que los poderosos caigan y los pobres se levanten en su lugar. Y así lo han podido interpretar muchos lectores del evangelio.

 Pero junto a esa gente están los discípulos y ellos escuchan especialmente la cuarta bienaventuranza: “bienaventurados cuando os persigan por causa de mi nombre”. Nadie quiere que le odien, hemos nacido para ser apreciados, las personas que son odiadas suelen ser las personas malvadas, no las buenas personas. La gran diferencia entre un malvado y un discípulo está en la parte final “por causa de mi nombre”, o más bien, por llevar el nombre de cristianos.

La diferencia entre el discípulo y la gente no sólo está en su éxito en la vida, sino en llevar el nombre de Jesús, en ponerse del lado de Jesús. Y en ocasiones, en esa “banda de Jesús” la pobreza o el hambre son compañeras de camino, porque las reglas de la sociedad de los hombres a veces exigen vivir desde la soberbia y la ambición, negociar desde la mentira y la mediocridad, y quien no se adapta a las leyes del mercado y la fama queda excluido, marginado.

La clave es “el nombre de Jesús”, que puede ser un motivo de odio cruento, como en el caso de los mártires o de un odio más sutil cuando en un grupo se margina al que vive en sencillez y humildad, al que propone la pureza y la compasión, sin ceder al odio y la venganza; cuando uno se mantiene firme en la verdad sobre la vida o el matrimonio, aunque el entorno piense de forma distinta.

Estar del lado de Jesús hace que hambre o tristeza no parezcan tan terribles. Toda la vida viviendo con miedo y ahora ser odiado o ser pobre me permite parecerme más a Jesús, pobre y odiado por causa del Padre.

“Por esto el Señor Jesús, sabiendo que también acontecía a los pésimos el ser odiados por todos, cuando dijo: Seréis odiados por todos, añadió por causa de mi nombre” (Serm 64). Porque sabía que la diferencia entre la gente y los discípulos es el valor supremo que los creyentes le damos al hecho de llevar sobre la frente la señal de Cristo, por encima de la riqueza, el alimento, la alegría e incluso el aprecio y el afecto de los hombres.