Domingo XXVI del Tiempo Ordinario

Escrito el 28/09/2025
Agustinos


Texto:  Ángel Andújar, OSA
Música: A new day. Mixaund

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día.

Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.

Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.

Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.

Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo:
“Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.

Pero Abrahán le dijo:
“Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.

Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.

Él dijo:
“Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.

Abrahán le dice:
“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”.

Pero él le dijo:
“No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.

Abrahán le dijo:
“Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».


Un abismo inmenso 

La Palabra de Dios nos sacude hoy con una parábola que no nos debería dejar indiferentes. La historia del mendigo Lázaro y el rico sin nombre tiene los elementos suficientes como para cuestionarnos sobre nuestra manera de situarnos ante la realidad.

Una posible interpretación de la parábola, un tanto simplista, nos llevaría a considerar que lo que propone Jesús es una inversión de valores y roles entre esta vida terrena y la vida eterna: quien ha sufrido aquí tendrá su recompensa de felicidad plena en el más allá, mientras que quien ha vivido feliz y satisfecho en este mundo ya ha cubierto su cuota de felicidad y, por tanto, en la vida eterna tendrá que padecer. Un planteamiento que, con matices, se hace muchas veces, pero que nos llevaría al absurdo de procurarnos padecimientos aquí y ahora para luego poder tener la recompensa eterna en el Reino de Dios. Y de paso acallamos así a quien sufre, prometiéndole que tendrá su recompensa tras la muerte. No es eso lo que el Señor quiere para nosotros, todos y cada uno de sus hijos amados. El mal, el dolor y el sufrimiento no son buenos ni queridos por Dios. Tendremos que buscar otro camino para comprender esta parábola.

Un aspecto importante y que a veces pasa desapercibido es que el mendigo tiene nombre, Lázaro, mientras que el rico es una persona sin nombre, anónima. Esto significa que mientras el padecimiento y la miseria se encarnan realmente en personas concretas, con una historia, con una vida, con unas circunstancias muy personales, el estilo de vida de la persona rica no tiene nombre, es decir, la deshumaniza, la hace vivir alejada de su más íntima esencia. Vivir como ese personaje de la parábola es algo profundamente inhumano, alejado de sí mismo, del prójimo y de Dios.

La actitud que denuncia Jesús es la indiferencia del hombre rico, que tiene a Lázaro a su puerta cada día, pero no toma la más mínima conciencia de su existencia, viviendo muy ocupado en su disoluta vida. Por eso señala la parábola que se ha abierto un abismo inmenso entre unos y otros, un abismo no abierto por Dios, ni por Abraham, sino por la actitud de quien ha cerrado sus ojos y su corazón al padecimiento del hermano.

Pero Dios hace frente a esta realidad. Ya el profeta Amós, al que encontramos de nuevo este domingo, señala con dureza la frivolidad de aquellos que viven ligeramente, dando la espalda a los sufrimientos del pueblo. Y anuncia: se acabó la orgía de los disolutos. Dios no se queda indiferente, y apela a la conciencia de los creyentes.

En nuestra sociedad también corremos el riesgo de caer en esa indiferencia que abre abismos entre seres humanos. En estos tiempos, en los que contemplamos horrorizados tantas situaciones de violencia extrema, de deshumanización, con seres humanos convertidos en lobos de su prójimo, es grande el riesgo de dejar que la sensación de impotencia nos lleve a mirar para otro lado, anestesiándonos para no sufrir. O bien de frivolizar, como por desgracia hacen muchas de las personas que tienen hoy en sus manos los destinos de los pueblos, con palabrería y gestos vacuos que no resuelven lo esencial, que es el enorme padecimiento de millones de seres humanos en nuestro mundo. Estaremos, entonces, abriendo un abismo inmenso, tan grande que nos puede llevar a arruinar nuestra existencia.

El Evangelio no nos dice que sea malo comer, beber y disfrutar con quienes queremos de este mundo inmenso y maravilloso que Dios ha puesto en nuestras manos. Pero la vida es algo más que eso: junto a ello está la necesidad de ser profundamente humanos, abriendo los ojos a la realidad e implicándonos en el alivio del sufrimiento de nuestro prójimo.

Por último, no pidamos como el rico que Dios haga portentos para abrir los ojos de los hermanos. Ya tienen a Moisés y los profetas, le dice Abraham. Frente a una fe de “fenómenos extraordinarios”, la fe fundamentada en la escucha atenta de la Palabra de Dios es la que nos lleva a vivir humanamente, evitando así echar a perder la vida.

¡Feliz día del Señor!