Reflexión agustiniana

Escrito el 11/06/2022
Agustinos


El Espíritu, alianza esponsal  que Cristo da a su Iglesia

La solemnidad de Pentecostés ha echado la llave al tiempo pascual. Una vez concluida su misión terrena, el Señor Jesús cede el paso al Espíritu Santo para que guie a la Iglesia a la verdad plena (cf. Jn 16,.13). La obra salvífica del Señor Jesús la continúa el Espíritu y, consiguientemente, la relación personal del fiel con el primero tiene su continuidad en la relación con el segundo. Así, de la mano de las dos personas divinas, la Iglesia puede alcanzar la plenitud de la verdad, que no es otra que Dios. Ahora bien, si Dios es amor, la verdad de Dios es el amor y, si el Espíritu es el que lo derrama en el corazón del fiel, él es quien le posibilita el acceso a la verdad plena.

Como era habitual en la antigüedad cristiana, san Agustín se bautizó siendo adulto. No cabe dudar de su plena madurez, avalada no solo por los años, sino también por su personal historia religiosa. Él sabía muy bien que la Trinidad en cuyo nombre fue bautizado no era una simple fórmula ritual; que se trataba de tres personas divinas –el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo– con las que entraba en una peculiar relación. Peculiar porque, entre otras cosas, la relación con una de ellas conlleva necesariamente la relación con las otras dos. Relación triple, por supuesto, pero a la vez única. De hecho, el Credo trinitario se convirtió en el fundamento de la fe, de la piedad y pensamiento del santo sobre Dios.

El misterio de Dios lo cela el misterio de cada una de las tres divinas personas. Pero a san Agustín le intrigó de modo especial –y ya desde muy pronto– el misterio del Espíritu Santo en el seno de la  Trinidad, unido al de su actuar en la vida de la Iglesia. Sus conclusiones son fruto de una reflexión continuada sobre datos de la Escritura, de los que destaco, de un lado, los dos ya aludidos: la afirmación de san Juan de que Dios es amor (cf. 1 Jn 4,16) y la indicación de san Pablo de que es el Espíritu el que derrama en el corazón de los fieles el amor de Dios (cf. Rom 5,5), y, de otro, la constatación sobre el nombre mismo de «Espíritu Santo». En teoría, el nombre podía verlo como un problema, habida cuenta de que tanto el Padre como el Hijo son Espíritu y son Santos. En realidad, lo vio como una rendija abierta por la que penetrar de alguna manera en el misterio de la tercera persona de la Trinidad: si el Padre y el Hijo son Espíritu y son Santos, entonces el Espíritu Santo es realidad común al Padre y al Hijo. Y, dando un paso más, concluye que el Espíritu Santo es la persona que establece el vínculo –por supuesto, de amor– que une tan íntimamente la persona del Padre y la del Hijo, que hace de las tres un único Dios.

A la certeza del obispo de Hipona de que el Espíritu Santo produce la unidad de la Trinidad y hace llegar a la Iglesia el amor de Dios, hay que añadir su convencimiento de que el misterio de Dios se refleja en el hombre. Certeza y convencimiento que le permiten concluir que el Espíritu es también el que funda la unión del hombre con Dios. Si su propiedad personal es crear unión, lo mismo que la crea en el seno de la Trinidad, la crea entre Dios y el hombre.

La unión más sólida entre el hombre y Dios es la que acontece en la Iglesia. San Pablo recurre a la unión esponsal para referirse a ella, considerando a Cristo como el esposo y a la Iglesia – o, a nivel individual, el alma del cristiano– como la esposa (cf. 2 Cor 11,2-3). San Agustín, por su parte, partiendo de que la unión esponsal tiene como símbolo la alianza o anillo que los esposos se regalan como garantía de fidelidad, concluye que el anillo o alianza de esta unión esponsal es precisamente el Espíritu Santo. Pero sabe bien que se trata solo de una comparación, pues existe una diferencia sustancial: mientras en el desposorio humano el anillo es símbolo de la unión, en el desposorio  de Cristo con su Iglesia el anillo –es decir, el Espíritu Santo– no es solo un símbolo, sino crea la unión. Más aún, es la garantía de unión indisoluble, porque donde está el Espíritu no puede no haber comunión y donde hay comunión es porque está presente el Espíritu. El Espíritu es fuente de unión al ser la fuente del amor –inseparable de la fe y la esperanza– que lo funda.

Pío de Luis, OSA