Reflexión agustiniana

Escrito el 16/03/2024
Agustinos

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Contigo somos convertidos

Tiempo e cuaresma es tiempo de conversión. Pero ¿qué es convertirse? ¿Cómo nos convertimos? La práctica del sacramento de la reconciliación, de la conversión o de la confesión se hace cada vez más rara. Cuando pregunto cuánto hace que no te confiesas, el interlocutor se sorprende y no recuerda la última vez. Alguno dice: “Padre, no tengo pecados: no robo, no mato, no le soy infiel a mi pareja…” ¿Es suficiente para tener paz en nuestro corazón? ¿Es que el amor es tan pequeñito que con eso nos conformamos?

En el Antiguo Testamento, conversión significa "dar la vuelta", “cambiar de dirección”. Cuando el pueblo ha roto la alianza y se ha olvidado de Yahvé, Este movido por su inmenso amor, lo invita a dejar los ídolos y regresar a su comunión de vida y amor. Los profetas criticando la interpretación legalista y voluntarista de la Alianza, vinculan la conversión a Yahvé con la relación de justicia entre los hombres especialmente con pobres y oprimidos. Por medio de esta nueva fraternidad, el creyente se aparta del mal y hace efectivamente a Dios señor de su vida (Cf. Is 58,1-12, Za 7,5-14).

Juan el Bautista en el Nuevo Testamento anuncia la conversión porque es inminente la intervención de Dios y la llegada de su Reino. También Jesús anuncia que se “ha cumplido el tiempo y ha llegado el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,14-15). El reino de Dios invita a dejar que Dios sea señor y rey de nuestra vida y urge la respuesta personal. La conversión es esa respuesta del hombre a la iniciativa de Dios que llama a participar de su reino. Jesús es la Palabra que trasforma el corazón a través de la relación personal: la mujer pecadora (Cf. Jn 7,36-50), el hijo pródigo (Cf. Lc 15), Zaqueo (Cf. Lc 19,1-10), Pedro arrepentido (Cf. Lc 22,54-62), etc.

Sin embargo, nuestra sociedad alejada de Dios y adoradora del ídolo del “yo” entre otros, nos hace pensar que somos suficientes para alcanzar la “plenitud” o “felicidad”. El “yo” está tan crecido que se cree autosuficiente para “asaltar el cielo”, aquí en la tierra o el de ultratumba, con sus propias fuerzas. Olvida que el cielo es un regalo de Dios que se debe acoger con libertad. Es don y tarea, regalo de amor y respuesta de amor. Si fuésemos autosuficientes para alcanzar el cielo, no necesitaríamos de ningún salvador y, por tanto, podríamos prescindir de Cristo. Su encarnación, muerte, resurrección y envío de su Espíritu a la Iglesia, serían prescindibles e innecesarios. Pero día a día nos hace sentir nuestra fragilidad y la necesidad de ser amados, aunque intentemos disimularlo con muchas evasiones y tristes amores.

El orgullo humano fue el inicio de la ruptura con Dios y continúa siendo el mayor impedimento para su relación. San Agustín lo considera el peor de los pecados y dice: “Hacen el ridículo quienes se jactan de las cosas caducas, las cuales frecuentemente se pierden en vida o al morir necesariamente se abandonan. Pero la soberbia es un vicio capital, que cuando uno ha progresado en el bien, es tentado por ella, para que pierda todo lo que había conseguido. Los demás vicios son de temer por sus malas obras; la soberbia, en cambio, hay que temerla más en las buenas obras. Por eso no debe extrañarnos que el Apóstol sea tan humilde, que llegue a decir: ‘Cuando me siento débil, entonces soy fuerte’. Así que para no ser tentado él por este vicio, ¿cuál fue el medicamento que le aplicó el médico? Él nos lo dice: ‘Para que no me engría por la magnitud de las revelaciones, me fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás, que me abofetea. Por ello he rogado tres veces al Señor que se apartara de mí; y así me respondió: ‘Te basta mi gracia, puesto que la fortaleza se perfecciona en la debilidad’ (Cf. 2Co 12,7-10).” (Comentarios a los Salmos 58, 2, 5).

La idolatría del “yo” no permite que algo le contradiga. Como la zorra de la fábula que no pudo alcanzar las uvas se autoengañó diciendo: “no están maduras”; la soberbia humana al no aceptar el “aguijón de la carne” reduce los ideales para poder alcanzarlos con sus fuerzas y acomodarse en la suficiencia de la vida. Pero Dios nos cuestiona con su Palabra, nos enfrenta a Cristo su imagen e invita a amar como Él nos amó. Ante esto solo cabe reconocer nuestra pequeñez y humildad que capacita para acoger el amor misericordioso de Dios. Amor que convierte y trasforma nuestro corazón. Así podremos decir “Contigo somos convertidos”, con Cristo en su Cuerpo, porque Dios gusta más de los pecadores humildes que de los “buenos soberbios: “Considera lo que afirma el apóstol: Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros. Así, pues, si te reconoces pecador, habita en ti la verdad, pues la misma verdad es luz. Aún no ha resplandecido de forma plena tu vida, porque en ella hay pecados; sin embargo, ya comienzas a ser iluminado, porque existe el reconocimiento de los pecados. Pues mira cómo sigue: Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo, para perdonar nuestros pecados y purificarnos de toda iniquidad. No sólo de la pasada, sino también de la que tal vez hayamos contraído como consecuencia de hallarnos en esta vida; porque mientras el hombre carga con la carne no puede no tener pecados, al menos leves. Pero no desprecies estos pecados que llamamos leves. Si los desprecias al considerar su propio peso, asústate al considerar su número. Muchas cosas menudas hacen una mole grande; muchas gotas llenan un río, muchos granos hacen un muelo. Y ¿qué esperanza hay? Ante todo, el reconocimiento del pecado; que nadie se considere justo ni levante su cerviz el hombre que no existía y existe ante los ojos de Dios que ve lo que es. Ante todo, pues, el reconocimiento del pecado y luego el amor. Porque ¿qué se ha dicho de la caridad? La caridad cubre la muchedumbre de los pecados. Veamos ya si recomienda la caridad misma, con la mirada puesta en los pecados que se cuelan disimuladamente, puesto que sólo la caridad extingue los pecados. El orgullo apaga la caridad; la humildad, la robustece. La caridad extingue los pecados. La humildad está incluida en dicho reconocimiento, porque consiste en admitir que se es pecador. En eso consiste la humildad; no en decirlo con la lengua, como impulsados por la arrogancia, para no desagradar a los hombres proclamándonos justos. Es lo que hacen quienes carecen de piedad y de cordura: ‘Sé bien que soy justo, pero ¿qué voy a decir ante los hombres? Si me declaro justo, ¿quién lo soportará? ¿Quién lo tolerará? Me basta con que Dios conozca mi justicia; yo, sin embargo, me proclamaré pecador. No porque lo sea, sino para no hacerme odioso por mi arrogancia’. Di a los hombres lo que eres; dilo también a Dios. Porque, si no dices a Dios lo que eres, Él condena lo que halla en ti. ¿Quieres que no te condene él? Condénate tú. ¿Quieres que Él te perdone? Reconócete pecador, para poder decirle: Aparta tu rostro de mis pecados. Dile también aquellas otras palabras del mismo salmo: Yo reconozco mi iniquidad. Porque, si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad. Porque, si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso a Él y su verdad no habita en nosotros. Si dices: ‘No he pecado’, le haces mentiroso a Él al querer pasar tú por veraz.” (Comentario a la primera carta de san Juan I, 6)

P. Pedro Luis Morais Antón. Agustino.