Historia de la Salvación
Mantener la esperanza de conseguir la vida eterna con Dios, aspirar a la plenitud de la vida, es tanto como descubrir que nuestra propia historia es historia de salvación, historia de la presencia de Dios en nosotros e historia de la acción de Dios en nuestra propia vida: “El fundamento para seguir esta religión es la historia y la profecía, donde se descubre la dispensación temporal de la divina Providencia en favor del género humano… Creído lo que ellas enseñan, la mente se irá purificando con un método de vida ajustado a los preceptos divinos y se habilitará para la percepción de las cosas espirituales... Conocida esta Trinidad, según es posible en la presente vida, ciertamente se ve que toda criatura intelectual, animada o corporal, de la misma Trinidad creadora recibe el ser en cuanto es, y tiene su forma, y es administrada con perfecto orden” (La verdadera religión 7, 13).
Según esto, olvidarse de Dios, abandonar al creador por amor de la criatura, indica que se es poco inteligente el que lo hace, ya que anteponer la criatura al creador es trastocar el orden establecido y la realidad de los seres: “Es injusto abandonar al Creador del mundo y amar al mundo, sirviendo a la criatura más bien que al Creador. Desfigurasteis el consejo del pobre, puesto que el Señor es su esperanza, es decir despreciasteis la venida humilde del Hijo de Dios porque no visteis en Él pompa mundana; El vino así para que aquellos a quienes llamaba fundaran en solo Dios la esperanza, no en las cosas perecederas” (Comentario al salmo 13, 7). Si queremos alcanzar la vida eterna, si anhelamos la eternidad de Dios, es necesario ordenar la propia vida y respetar el orden de la naturaleza, será necesario que nos pongamos en la dinámica que rige desde el principio: “Ahora, pues, sirvamos más bien al Creador que a la criatura, sin desvanecernos con nuestros pensamientos, y ésa es la perfecta religión. Pues, uniéndonos al Creador, necesariamente participaremos de su eternidad” (La verdadera religión 10, 19).
Superando todo platonismo, bebiendo en las fuentes de la Escritura, Agustín llega a afirmar que la vida eterna y la resurrección es también del cuerpo y no solo del alma, ya que también el cuerpo será revestido de la gloria: “De lo dicho se colige que después de la muerte corporal, que es débito del primer pecado, a su tiempo y según su orden, este cuerpo será restituido a su primitiva incorruptibilidad, que poseerá no por sí mismo, sino por virtud del alma, afianzada en Dios. La cual tampoco recobra su firmeza por sí misma, sino por el favor de Dios, que constituye su gozo, y, por lo mismo, logrará más vigor que el cuerpo. Este florecerá de lozanía por el alma, y ella por la Verdad inconmutable, que es el Hijo de Dios; y así la misma gloria corporal, en última instancia, será obra del Hijo de Dios, porque todas las cosas fueron hechas por El. Asimismo, con el Don otorgado al alma, es decir, el Espíritu Santo, no sólo el alma, a quien se da, será salva, dichosa y santa, sino el mismo cuerpo quedará revestido de vida gloriosa y en su orden será purísimo” (La verdadera religión 12, 25).
Esta esperanza de la vida eterna es la clave para entender la vida cristiana, así lo dice Agustín: “Ya que cada cual debe ser cristiano por la vida eterna” (La ciudad de Dios 5, 25). Esta vida eterna que es la vida feliz, dura para siempre. En uno de sus sermones vincula las dos mártires, Perpetua y Felicidad, de la siguiente manera: “Manténganse recíprocamente ambas; no esperamos a una sin la otra, porque Perpetua no aprovecha si no está Felicidad, y Felicidad abandona si no está Perpetua” (Sermón Erfurt 1, 1). También, y en el mismo tono, leemos en otro de los sermones: “No le habló de la vida feliz, puesto que a la desdichada ni siquiera se la ha de llamar vida. Tampoco le habló de la vida eterna, porque donde existe el temor de la muerte, tampoco se puede hablar de vida. Por tanto, vida, la que es digna de ser llamada por este nombre, no es más que la feliz. Y no será feliz si no es eterna. Esta verdad y esta vida es la que quieren, la que queremos todos” (Sermón 150, 10).
Santiago Sierra, OSA