¡Hola, qué tal, cómo estás!
Este domingo pasado hemos celebrado la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Y, ¿que es esto? Pues es eso que aprendimos en la catequesis de nuestra infancia: la existencia de un único Dios verdadera que tiene tres Personas distintas.
Este es el misterio central de la fe y de la vida cristiana, pues es el misterio del mismo Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. No son tres dioses, sino tres Personas diferentes en un solo Dios verdadero.
De ahí que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tengan la misma naturaleza, la misma divinidad, la misma eternidad, el mismo poder, la misma perfección, porque son un sólo Dios.
Un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo y cuya esencia es la relación, la comunión, la comunidad, el amor hacia el interior y hacia la creación y la humanidad.
Y los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, tenemos en lo profundo de nuestros ser esta vida trinitaria de relación, de amor.
San Agustín, en el libro de las confesiones, manifiesta cómo vive con sus amigos está dimensión del amor del Dios trinitario:
“Otras cosas había que cautivaban más fuertemente mi alma con ellos, como era el conversar, reír, servirnos mutuamente con agrado, leer en común libros amenos, bromear unos con otros y divertirnos en compañía… enseñarnos mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y acoger con alegría a los que llegaban. Con estos signos y otros semejantes, que proceden del corazón de los amantes y amados, y que se manifiestan con la boca, la lengua, los ojos y mil otros movimientos gratísimos, se derretían, como con otros tantos incentivos, nuestras almas y de muchas se hacía una sola.
(Confesiones 1,1)
Oración:
“Felices los que te aman, Señor. Los amigos en ti y los enemigos por ti”
(Confesiones 4,9)