Reflexión agustiniana

Escrito el 28/06/2025
Agustinos


Esperanza y futuro

Manteneos firmes, seguid esperando, que es lo mejor que podéis hacer, aunque parezca que es una nonada, es importantísimo para seguir viviendo: “No perdáis, pues, la esperanza. Estáis enfermos, acercaos a él y recibid la curación; estáis ciegos, acercaos a él y sed iluminados. Los que estáis sanos, dadle gracias, y los que estáis enfermos corred a él para que os sane. Decid todos: Venid, adorémosle, postrémonos ante él y lloremos en presencia del Señor, que nos hizo hombres y, además, salvados. Pues si él nos hizo hombres y la salvación, en cambio, fue obra nuestra, algo hicimos nosotros mejor que él. En efecto, mejor es un hombre salvado que uno cualquiera. Si, pues, Dios te hizo hombre y tú te hiciste bueno, tu obra es superior. No te pongas por encima de Dios; sométete a él, adórale, póstrate ante él, confiesa a quien te hizo, pues nadie recrea sino quien crea, ni nadie rehace sino quien hizo” (Sermón 176, 5). Todo predicador aspira a transmitir esperanza y futuro: “Dame pobres desesperados, conscientes de su debilidad: no pierdan la esperanza, crean en quien vino por todos. Los unos sean levantados y los otros oprimidos. Cuando él venga, que encuentre un campo, no una piedra en que tropiece su pie. Por esta razón decía el mismo Juan: Preparad el camino al Señor; no a mí, como si fuera el Señor, sino al Señor que me ha enviado” (Sermón 289, 3). Se nos dice con toda razón: “pongamos nuestra esperanza en Dios. Somos cristianos, somos peregrinos: que nadie se aterre, la patria no está aquí. Quien desea tener aquí su patria, pierde esta y no llega a aquella. Dirijámonos a la patria como buenos hijos, para que nuestro caminar sea aprobado y llevado a su meta” (Sermón 16 A, 13).

Evidentemente hay realidades en el ser humano que atentan contra la esperanza, serán actitudes o defectos que nos sumergen en tinieblas y nos paralizan, pero Dios siempre nos da resortes con su gracia. El mal desordena la esperanza y el amor y toda la vida: “La avaricia no es un vicio del oro, sino del hombre que ama perversamente el oro, dejando a un lado la justicia, que debió ser puesta muy por encima del oro. La lujuria tampoco es defecto de la hermosura y suavidad corporal, sino del alma que ama perversamente los placeres corporales, descuidando la continencia, que nos dispone para realidades más hermosas del espíritu y mayores suavidades incorruptibles. No es la jactancia un vicio de la alabanza humana, sino del alma que ama desordenadamente ser alabada de los hombres, despreciando la llamada de su propia conciencia. No es la soberbia un vicio de quien otorga el poder o del poder mismo: lo es del alma que ama perversamente su propia autoridad, despreciando la autoridad justa de un superior” (La ciudad de Dios 12, 8). Lo cierto es que vivir según Dios, te hace bueno: “Por lo cual el hombre que vive según Dios, no según el hombre, necesariamente ama el bien y, como consecuencia, odiará el mal. Y como nadie es malo por naturaleza, sino que el malo lo es por vicio, quien vive según Dios tiene un perfecto odio a los malos; es decir, no odia al hombre por el vicio ni ama el vicio por el hombre, sino que odia al vicio y ama al hombre. Si se cura el vicio, permanecerá todo lo que debe amar, y nada de lo que debe odiar” (La ciudad de Dios 14, 6).

            Parece que, para Agustín, desconfianza en Dios y desesperanza, son primas-hermanas y siempre van juntas: “Ellos nos dicen: «¿Dónde está lo que se os promete para después de esta vida? ¿Quién ha regresado del otro mundo y os ha indicado que es verdad lo que creéis? Ved que nosotros estamos alegres, saciados de nuestros placeres, porque esperamos algo visible; vosotros, por el contrario, os atormentáis con las torturas de la templanza, creyendo lo que no veis»” (Sermón 157, 1). Se trata de ponernos en manos del que es nuestra esperanza: “Eso esperabais; ¿habéis perdido ya la esperanza? Habéis caído de la altura de vuestra esperanza. Quien camina a vuestro lado os levanta. Eran sus discípulos, le habían escuchado, habían vivido con él, le reconocían como maestro, habían sido instruidos por él, y no fueron capaces de imitar y tener la fe del ladrón colgado en la cruz” (Sermón 232, 5).

Santiago Sierra, OSA