Reflexión agustiniana

Escrito el 13/08/2022
Agustinos


En este mes agustiniano

El calendario litúrgico tiene reservada la fecha del 28 de agosto para san Agustín. Los libros oficiales – Breviario, Libro de la Sede en la celebración celebración eucarística– ofrecen información sobre el santo. Pero es tan breve que resulta insuficiente para que se haga una idea  de su persona quien la desconoce, o para que pueda reformarla quien la tiene deformada.  En lo que sigue no pretendo sino ampliar tan sumaria información.

Celebrar la fiesta de san Agustín significa, entre otras cosas,  rendir tributo a un hombre extraordinario que conformó la historia posterior a él; a una inteligencia privilegiada, reconocida desde siempre y por todos; a una voluntad recia, puesta, tras la conversión, al servicio de su comunidad cristiana y de la fe católica; a una capacidad de trabajo asombrosa de que es prueba inequívoca su obra ingente; a una resistencia física fuera de lo normal, que, aun con achaques, le permitió una óptima calidad de vida en una longevidad rara para su época; a una personalidad que supo reconocer tanto sus valores como sus miserias y tuvo el coraje de exponer al público los unos y las otras, no para hacerse publicidad, sino para suscitar en los demás los mismos sentimientos de alabanza y gratitud a Dios que anidaban en su interior.

Significa rendir tributo a un santo cuya vida tantos creen conocer y a menudo desconocen; del que en general son más los que están al corriente de ciertos pecados de juventud que de sus virtudes de persona adulta; al que se conoce más en los centros de estudio que en los ámbitos de piedad; al que se quizá se admira mucho pero al que se reza poco. Al pastor, enamorado de la Iglesia, que afirmaba no querer salvarse si no era en compañía de aquellos a los que servía. Al pensador  muy consciente de poder equivocarse y de no poseer siempre la verdad, por lo cual pedía que se le leyese con ojos críticos, que no se creyese a su palabra por ser suya sino por ajustarse a la verdad, cuando se ajustaba. Al autor de tantos escritos, entre ellos obras maestras como las Confesiones, la Ciudad de Dios o la Trinidad, comparables a incursiones, con pluma en mano, en la profundidad de tres misterios: el del hombre, el de la historia de la humanidad, y el del Dios Trino de la fe cristiana, respectivamente. Al predicador que concitaba en el templo a católicos y no católicos; que acertó a combinar elocuencia y ciencia, y en quien la profundidad no engendraba oscuridad ni la sencillez negaba hondura al pensamiento. Al polemista amante del debate, de palabra o por escrito, tan estimado y alabado por sus seguidores como temido y calumniado por sus adversarios; dialogante siempre, intransigente a veces. Al inspirador monástico que acertó a combinar la referencia imprescindible a Dios con la vida comunitaria entre hermanos y la apostólica, la contemplación con la acción,  monacato y ministerio eclesial. Al padre de tantas máximas, de bella forma, de concisa formulación y de rico contenido, que llenan la boca de tantos predicadores u oradores que, a veces, no han leído una sola línea de sus obras. Al escritor del que, a menudo, se desconoce lo que efectivamente dijo y al que se atribuye lo que realmente no dijo, lo que no deja de ser signo de riqueza porque “sólo a los ricos se presta”.

Significa rendir tributo a una persona cuyo influjo profundo y duradero nadie niega, pero que no todos valoran de la misma manera, siendo, para unos, un destilador de puras esencias cristianas y, para otros, el causante de buena parte de los males que han afligido y afligen todavía a la Iglesia romana. Es decir, un homenaje al sabio que heredó el rico patrimonio cultural clásico y acertó a trasmitirlo, en buena parte purificado y enriquecido, contribuyendo de forma directa como pocos a modelar la cultura occidental. Al doctor cristiano que, después de san Pablo, más ha influido a dar forma al  pensamiento teológico, moral y espiritual de la Iglesia latina. Al teólogo que estuvo en el epicentro de la Reforma protestante, la gran crisis de la Iglesia occidental de la época moderna, al que católicos y protestantes pretendían tener de su parte. Al  autor de una Regla monástica que inspira la vida religiosa de más de un centenar de Ordenes y Congregaciones religiosas. Al Padre de la Iglesia más citado en textos altamente cualificados de la Iglesia de los últimos tiempos: los Documentos del Concilio y el Catecismo de la Iglesia Católica, señal de que el aprecio por él no fue sólo realidad del pasado, sino que lo es también del presente.

Significa, por último, rendir tributo al cristiano que, a pesar de todos sus títulos de grandeza,  se sintió muy cercano a sus humildes hermanos en la fe, desde el convencimiento de que no tenía nada de que presumir ante ellos porque todo lo consideraba don gratuito de Dios.

Pío de Luis, OSA