Reflexión agustiniana

Escrito el 03/09/2022
Agustinos


¿SÍNDROME POSVACACIONAL? MIRANDO A SAN AGUSTÍN

En el imaginario colectivo español «septiembre» es  el mes del cierre de vacaciones y vuelta al trabajo, de regreso a la «normalidad». Esa vuelta no es asumida anímicamente   por todos de la misma manera. Frente al niño que suspira por regresar al cole para encontrar a sus compañeros y jugar con ellos, está el adulto que experimenta el llamado  síndrome posvacacional o dificultad para adaptarse a la «nueva» situación, que no es otra que la de antes. Junto a quien vuelve pletórico de satisfacción porque ha visto cumplidas sus expectativas y sus planes, se halla quien regresa frustrado porque todos sus sueños y proyectos quedaron en aguas de borrajas.  El futuro inmediato se imagina, en principio, en clave de continuidad respecto del pasado previo a las vacaciones, pero sin ignorar que el tiempo es móvil y móvil hace sentirse  al hombre –varón o y mujer–. Por ello, según caracteres y circunstancias, tal movilidad  alimenta  en unos, deseos –de progreso en las  condiciones personales–, y en otros, temores –de  retroceso–.

También san Agustín conoció una situación similar; aunque un poco más tarde –a partir del 15 de octubre–; también a él se le habían acabado las vacaciones –fijadas por la época de la vendimia–. Es de suponer que en los dos años anteriores había experimentado alguna de las sensaciones que he descrito; con toda certeza, el año 386 experimentó otras muy distintas. De hecho, hasta las vacaciones habían sido diferentes, debido a un elemento perturbador: Dios lo había convertido a sí pocas fechas antes. El futuro, pues, ya no lo podía concebir en clave de continuidad, sino de ruptura, que había comenzado ya durante las vacaciones mismas. Lo que las caracterizó no fue el vacar de la actividad profesional de maestro oficial de retórica en Milán, ciudad imperial, sino la intensa actividad a que sometió a su espíritu. Tenía que gestionar el cambio experimentado, pensando en un nuevo edificio que acogiera su futuro. Su primera opción fue derribar los muros que sostenían el anterior; por ello, el primero en caer, de especial grosor, fue el de sus viejas ambiciones de éxito social.

Pero construir este nuevo edificio requería demoler enteramente el anterior,  y levantarlo sobre un nuevo cimiento y con nuevo diseño. El periodo de vacaciones le había dado tiempo para pergeñar ya el plano, que aún debía concretar y ejecutar a la vuelta de las mismas. Tarea urgente, si no quería verse obligado a vivir a la intemperie. En este contexto espiritual no había espacio para ningún síndrome posvacacional. Acabó de demoler el viejo edificio al romper con su, otrora tan apetecida, carrera profesional, y planificó la cimentación bautismal del nuevo. Después de acudir a la asesoría del obispo Ambrosio, sin resultados positivos, hizo su propio programa: una etapa marcadamente personal –en Casiciaco–, precedería a la institucional –en Milán– bajo la guía, ahora sí, del obispo Ambrosio. Cumplidos los pasos y plazos previstos, el nuevo edificio disponía ya del sólido cimiento sacramental. Simultánea a esa tarea fue recabar ulterior información para ultimar el diseño del edificio que iba tomando forma: de espacios amplios –como expresión de una santa concordia fraterna–, abiertos –manifestación de la voluntad de servicio a la Iglesia–, con una orientación específica –mirando a África–. En definitiva, en vez de continuidad con la etapa anterior, novedad; en vez de abatimiento posvacacional, entusiasmo de «novicio». Pero él sabía que la tarea le requería aún bastante más tiempo, y así fue.

La experiencia de san Agustín fue única, al estar vinculada a una circunstancia personal también única. Lo cual no obsta para que pueda adquirir un carácter ejemplar para el hombre de hoy. Es obvio que, llegado «septiembre», el tenor de la vida moderna impone retomar –con mucho, poco o nulo entusiasmo– las viejas tareas. Pero siempre cabe haber hecho de las vacaciones –como Agustín con las del año 386– no solo tiempo de «vacación», sino también tiempo de programación e incluso de comienzo de otra actividad de tipo «espiritual», complementaria si no alternativa a la anterior, para el momento de regresar «a casa». El deseo de ejecutarla hará llevadero y hasta estimulante echar la llave a lo que queda atrás, eliminando o desvirtuando cualquier síndrome posvacacional. Aunque el hombre es siempre algo ya hecho –«facto»–, debe buscar ser «per-facto»,  es decir, perfecto, con el propio esfuerzo, secundado por la gracia de Dios.

PIo de Luis, OSA