Luz (II)
“Ahora bien, ¿qué composición literaria podría reflejar dignamente la belleza y utilidad de las demás criaturas que otorgó la prodigalidad divina para recreo y provecho del hombre, aunque arrojado y condenado a estos trabajos y miserias? Harto brilla y resplandece en la fúlgida y variada hermosura del cielo, la tierra y el mar; en las frondosidades de los bosques, los colores y aromas de las flores; en la multitud y diversidad de parleras y pintadas aves; en la multiforme hermosura de tantos y tan grandes animales, de los cuales suscitan mayor admiración los que son más pequeños (más nos sorprendemos ante las obras de las hormigas y las abejas que ante los desmesurados cuerpos de las ballenas); en el espectáculo grandioso del mismo mar, cuando se nos presenta engalanado de diversos colores como otros tantos vestidos, y ya aparece verde con mil matices, ya purpúreo, ya azulado…” (La Ciudad de Dios, XXII, 24, 5)
Con la luz en su mente discursiva,
el hombre comprendió la pequeñez de su humanidad
aparentemente fuerte y demiúrgica,
mas fajada por los lazos de la limitación.
La luz supo iluminar la mente humana
en su escalada hacia la contemplación de lo creado
-cascada luminosa de milagros maravillosos-.
La luz intensa,
clara en demasía,
tanta que se acerca a lo incoloro,
se aposentó en el iris del humano.
¿Lo habrá, quizás, ofuscado en su mirar?
¡Es grande, muy grande, la pequeñez humana!
Nazario Lucas Alonso