Reflexión agustiniana

Escrito el 17/12/2022
Agustinos


EL ORDEN, RESTUARADO POR EL AMOR

El orden fue el tema del tercer diálogo filosófico que san Agustín mantuvo con el grupo que le acompañaba en Casiciaco. Precisamente ese diálogo está en el origen de la obrita Sobre el orden, que sigue  a otras ya conocidas por quienes siguen estas breves colaboraciones: Sobre la vida feliz y Contra los escépticos.

Un problema fundamental lo constituía la existencia del mal moral y la manera de integrarlo en un orden que todos los presentes admitían que está regulado por Dios. Buen punto de partida era la opinión del filósofo pagano Plotino que había sostenido que el mal es eterno y necesario, intrínseco a la naturaleza. Pues si Dios es eterno y justo, y si la justicia reclama la existencia de buenos y malos, el mal ha de ser tan eterno como Dios. Conclusión que la fe cristiana rechaza porque sería considerar a Dios autor del mal, en cuanto creador de la naturaleza. Al respecto, la fe sostiene, primero, que el mal moral tiene su origen en la libertad humana por lo que, al hallarse esta sometida al tiempo, el mal no puede ser eterno como no lo es su causa; y, segundo,  que no cabe excluirlo del universal gobierno de Dios. De hecho, Dios sabe sacar provecho de él, integrándolo en el orden que él mismo regula. Pero lo integra en el momento en que se produce, no como realidad coeterna con  él.

Es muy probable que el tema del orden fuera debatido a finales del mes de diciembre, coincidiendo más o menos con nuestro tiempo de Navidad. No parece, pues, fuera de lugar aducir como ejemplo de lo dicho la encarnación del Hijo de Dios y, por extensión, la Navidad que la «actualiza» en la conciencia del cristiano. En la concepción agustiniana la encarnación es consecuencia del pecado del hombre: «Si el hombre no hubiera perecido, el hijo del hombre no habría venido. Al haberse perdido el hombre, vino el Dios hombre y fue hallado el hombre» (Sermón 174,2). De esta manera, el mal causado y sufrido por el hombre fue integrado en el orden divino. Una integración que significaba integrarlo en su amor, principio catalizador de todo su  actuar. A Dios, que creó todo por amor, le bastaba con transformar el pecado del hombre en oportunidad para activar y manifestar su amor hacia él.

En el célebre texto del último libro de las Confesiones el santo afirma: «Mi amor es mi peso; él me lleva adondequiera que voy» (Conf. 13,9,10). Aunque la afirmación la hace con referencia a sí mismo, tiene alcance universal, sin excluir a Dios. En el ámbito físico, el peso es la fuerza con que la tierra atrae los cuerpos hacia ella. Pero esta misma realidad podemos aplicarla también al ámbito espiritual, con la diferencia de que la fuerza de atracción se puede contemplar en dos sentidos: de abajo hacia arriba –que acerca al hombre a Dios– y de arriba hacia abajo –que acerca Dios al hombre–.  En el primer caso –al que se refiere directamente el texto citado– la «tierra» es Dios que atrae hacia sí al hombre; en el segundo caso –el de la  aplicación que yo hago–, la «tierra» es el hombre que atrae hacia sí a Dios.  En ambos casos la fuerza de atracción no es otra que el amor.

Al hablar de aplicación me estoy refiriendo a la Encarnación, pues fue el amor el que trajo al Hijo de Dios a la tierra. El santo afirma explícitamente que fue el amor la única razón de que Jesús se hiciera hombre, cual peso que le hizo «caer» de su altura divina a la bajura humana.  El Hijo de Dios fue como un  meteorito divino que, por el peso de su amor, «cayó» en medio de los hombres –segundo caso, antes señalado–. Pero, en cuanto meteorito incandescente de amor, hace arder a quien, en la forma debida, se acerca a él; amor que, a su vez, se convierte en peso que lo impulsa hacia Dios –primer caso–.

 La Encarnación y el amor son  tan inseparables para el obispo de Hipona que osar afirmar que quienes violan el amor están negando, de hecho, que el Hijo de Dios se hiciera hombre, digan lo que digan con la boca (Exposición de la 1ª carta de san Juan 7,2).  Si Dios, Inteligencia suma, no actúa sin una razón, quien niega la razón de su actuar está negando ese actuar. Y esa razón es el amor, gracias al cual el pecado es integrado en el orden divino.

Resumiendo:

 “Mi amor es mi peso, él me lleva a dondequiera que voy” (Confesiones  13,9,10).

La afirmación la hace san Agustín de sí mismo, pero también vale perfectamente para el Señor Jesús, pues fue el amor el que impulsó su recorrido más impensable: de la altura divina, a la bajura humana.

A todos los lectores de esta página os deseo que, ya entre nosotros en una «nueva» Navidad, cargue de amor las baterías de vuestros corazones que impulse el viaje en sentido inverso: de la bajura humana a la altura divina.

Pío de Luis, osa