Reflexión agustiniana

Escrito el 07/01/2023
Agustinos


Camino hacia la Cuidad de Dios

El creyente ha de superar la condición de viandante para llegar a la paz y tranquilidad en la ciudad celeste, es decir, lo importante es la patria, es la paz y seguridad de estar en casa, de haber llegado. Somos caminantes aquí, pero el fin es ser ciudadanos allá: “Desde Sión hasta Jerusalén. Sión se interpreta como contemplación y Jerusalén como visión de paz. ¿En qué Jerusalén ha de morar ahora? ¿En la que pereció? No, sino en aquella madre nuestra que está en los cielos” (Comentario al salmo 134, 26). Allí la única ocupación del hombre será contemplar y alabar a Dios convertido para siempre en ciudadano de la ciudad de Dios, pero tenemos que empezar a entrenarnos ya desde ahora en la alabanza: “En aquella ciudad eterna Jerusalén, que es visión de paz; de la paz de Aquel, hermanos míos, a quien no puede suficientemente alabar la lengua y donde no sentiremos ya enemigo alguno ni en la Iglesia, ni fuera de la Iglesia, ni en nuestra carne, ni en nuestro pensamiento, pues será sumida la muerte en victoria y nos dedicaremos a ver a Dios en paz eterna, hechos ya ciudadanos de Jerusalén, ciudad de Dios” (Comentario al salmo 134, 26). Por tanto, el creyente quiere salir de la cautividad y ponerse en camino hacia la ciudad de Dios, donde la alegría será perpetua. Dios con su Palabra, sus cartas remitidas desde el cielo, nos ayuda en esta travesía y nos aumenta el deseo: “¿Cómo se renovará en nosotros el amor de nuestra ciudad, de la cual nos habíamos olvidado debido a una prolongada peregrinación? Nuestro Padre nos envió unas cartas desde allí. Dios nos proporcionó las santas Escrituras; con tales cartas excitó en nosotros el deseo de volver, ya que, amando nuestra peregrinación, mirábamos de cara al enemigo y dejábamos de espaldas la patria” (Comentario al salmo 64, 2). Como podemos comprobar por lo que nos dice Agustín, la palabra de Dios ayuda al viandante, al peregrino y le ayuda acrecentando el deseo y el gozo de la esperanza. La palabra comunica aliento, esperanza, alegría para poder continuar caminando con entusiasmo.

El cristiano siempre está en camino como peregrino hacia la ciudad de Dios, que se configura como la patria. Esto implica optar por ella y vivir de acuerdo con sus principios, con sus valores y no abandonar nunca el camino. Pero esto siempre será una opción de amor: “Pero el Señor, fundador de Jerusalén, conoció a los ciudadanos de ella que predestinó… Los conoció antes de que ellos se conocieran a sí mismos. Bajo esta figura se canta aquí el salmo. En su título se nombran dos profetas que estuvieron en aquel tiempo en la cautividad: Jeremías y Ezequiel, y que cantaron algunas cosas cuando comenzaron a salir (de la cautividad) Comienza a salir quien comienza a amar. Muchos salen ocultamente; los pies de los que salen son los afectos del corazón… Pues si aún están mezclados por lo que atañe al cuerpo, sin embargo, se distinguen por el santo deseo; y si por la mezcla corporal aún no han salido, por el afecto del corazón comenzaron a salir. Luego oigamos ya, hermanos; oigamos y cantemos, y deseemos aquello de donde somos ciudadanos. ¿Qué gozos no se cantarán? ¿Cómo no se renovará en nosotros el amor de nuestra ciudad?” (Comentario al salmo 64, 2). La diferencia entre las dos ciudades es cuestión de lo que se ama en cada una, por eso, el termómetro para saber a qué ciudad perteneces no es otro que el ejercicio del amor: “La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquella ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza” (La ciudad de Dios, 14, 28).

Muy importante también es tomar conciencia de que estar en camino es estar con otros viandantes, dado que es un camino único y es forzoso convivir en él en fraternidad con cuantos lo recorren en busca de la patria común. Para Agustín los que con él caminaban eran “compañeros de mi gozo y consortes de mi mortalidad, conciudadanos míos y peregrinos conmigo” (Confesiones 10, 4, 6).

Santiago Sierra, OSA