Reflexión agustiniana

Escrito el 14/01/2023
Agustinos


Diálogo y soliloquio

Las tres primeras obras escritas por san Agustín después de su conversión fueron tres diálogos: Contra los escépticos, La vida feliz, El orden. Ellos han inspirado  mis tres últimas colaboraciones. Pero el retiro de Casiciaco nos dejó todavía otro diálogo en dos libros, cuyo título, sin embargo, parece negarle esa condición: Soliloquios.

La palabra tiene está compuesta con las raíces de solus, solo, y  loqui, hablar: hablar solo, como hablando con uno mismo. San Agustín mismo nos indica que se trata de un neologismo, que, aunque duro, es apto para expresar el contenido del escrito. El diccionario de la Lengua lo identifica con monólogo. Pero cabe distinguir entre monólogo y soliloquio.

Aquí, al lado del Campo Grande vallisoletano, donde era frecuente ver a Miguel Delibes pasear con la cabeza baja y absorto, sin duda “soliloqueando”, viene a la mente su obra Cinco horas con Mario.  Un largo y extraordinario monólogo, no diálogo, porque, aunque son dos las personas las que entran en la escena –Carmen, la esposa, y Mario, el esposo–, este ni escucha ni responde, por haber muerto. No obstante, las palabras de la esposa están intencionalmente dirigidas al esposo finado.

El soliloquio de san Agustín es sustancialmente diferente. La principal diferencia está en que, a pesar del nombre, en realidad se trata de un diálogo. Un diálogo no perceptible a nadie, pues se desarrolla en silencio, en la profundidad de una única persona que aparece como desdoblada en dos sujetos: el yo y la propia razón – “como si yo y mi razón fuéramos dos personas distintas, cuando estaba presente yo solo”–. Aquí hay quien habla y quien responde.

Habida cuenta de que los temas tratados en la obrita son nuevos respecto de los anteriores y  que aparecerán en diálogos posteriores, se puede percibir en la obrita un mensaje claro. El diálogo con los demás, presupone el soliloquio, es decir, un previo diálogo con uno mismo. Antes de tratar de trasmitir a los demás una verdad ha de asegurarse uno mismo de ella. No es aceptable tratar de convencer a otros de algo de lo que uno no está convencido. Y al revés.

La idea se completa desde la comparación del conocimiento intelectual con el conocimiento sensible. Para ver un objeto se requiere que exista el objeto –una casa–, el órgano que pueda verlo –el sentido de la vista–, y la luz con qué puede verlo –luz física–. De igual manera el conocimiento intelectual lo posibilita la existencia de un objeto –una verdad–, un órgano perceptor –la inteligencia– y una luz que permita verla –luz espiritual, cuya fuente es Dios–. Cuando el hombre con su inteligencia ha percibido una verdad en la luz adecuada, puede confrontarla con la percepción de otro u otros en un diálogo. La confrontación la hacen posible, de una parte, la única luz que ilumina a ambas partes y la idéntica naturaleza racional de su órgano perceptor; de otra, la distinta capacidad de percepción de la luz de cada una de las partes. En efecto, dado que la luz cubre enteramente el objeto, si la capacidad de percepción de la misma fuera plena en ambas partes, se acabaría toda confrontación y se acabaría el diálogo entendido como búsqueda de verdad.

«Si fuera la misma», pero de hecho no lo es. Primero, porque Dios no da sus dones a todos en la misma medida; luego, porque el hombre no siempre los cuida en la forma debida, con la consecuencia de que su «ojo interior» se vuelve turbio y no ve con la debida claridad lo que está capacitado para ver.  Cabe, pues, la búsqueda dialógica, de la que son prueba los restantes diálogos de Agustín con sus amigos.

Pío de Luis, osa.