Reflexión agustiniana

Escrito el 21/01/2023
Agustinos


Amor propio, ¿orgullo o caridad?

La palabra “caridad” con la que designamos el amor de Dios, casi ha desaparecido de nuestro vocabulario, para generalizarse el polisémico término “amor” cuyo significado tenemos que descifrar en cada contexto. No es algo nuevo porque ya San Agustín utilizaba diferentes voces para referirse al amor: Amor, dilectio, caritas. Son diferentes aspectos del amor que deben ser matizados en cada circunstancia. Agustín experimentó en las etapas de su maduración personal los diferentes amores. Su itinerario vital es guiado por el amor, desde su infancia dominada por el amor a la satisfacción de los instintos sensuales, al cual le dará el nombre de concupiscencia; hasta su madurez en la cual experimenta el amor de Dios al que llamará caridad; y estará acompañado del amor reciproco de amistad descubierto en su edad de adolescencia y juventud.

Nuestro ambiente cultural está caracterizado por el orgullo consecuencia de un falso amor propio el cual se manifiesta en el individualismo, en el hedonismo, en la prepotencia y en una libertad sin compromisos. Actitudes que van disolviendo la sociedad y destruyendo a las personas. También Agustín experimentó este falso amor propio cuando se reconoció como sujeto lleno de grandes cualidades. Orgullo que le tuvo errabundo e infeliz por un largo periodo de su vida. Cuando en su madurez descubre que todo su ser es don del amor de Dios, el deseo de su corazón será trasformado por la caridad, el amor de Dios. Entregada su vida al amor de Dios y al servicio de su pueblo, exhortará a sus condiscípulos con estas palabras:

“No hay nadie que no se ame a sí mismo; pero hay que buscar el recto amor y evitar el que no está bien orientado. En efecto, quien se ama a sí mismo, abandonando a Dios, y quien abandona a Dios por amarse a sí mismo, ni siquiera permanece en sí, sino que sale incluso de sí. Sale desterrado de su corazón, despreciando lo interior y amando lo exterior. ¿Qué he dicho? ¿No desprecian su conciencia todos los que obran el mal? Quien respeta su conciencia pone límites a su maldad. Así, pues, dado que despreció a Dios para amarse a sí mismo, amando exteriormente lo que no es él mismo, se despreció también a sí mismo. Ved y escuchad al apóstol, que aporta un testimonio a favor de esta interpretación. En los últimos tiempos —dice— sobrevendrán tiempos peligrosos. ¿Cuáles son estos tiempos peligrosos? Habrá hombres amantes de sí mismos. Este es el principio del mal. Veamos, pues, si, al amarse a sí mismos, permanecen, al menos, dentro de sí; veámoslo, escuchemos lo que sigue: Habrá —dice— hombres amantes de sí mismos, amantes del dinero. ¿Dónde estás tú que te amabas? Efectivamente estás fuera. Dime, te suplico: «¿Eres tú acaso el dinero?» Por tanto, tú que, abandonando a Dios, te amaste a ti mismo amando el dinero, te abandonaste también a ti. Primero te abandonaste, luego te perdiste. El amor al dinero fue el causante de que te perdieras. Por el dinero llegas a mentir: La boca que miente da muerte al alma. He aquí, pues, que, cuando vas tras el dinero, has perdido tu alma. Trae la báscula de la verdad, no la de la ambición. Trae la balanza, pero la de la verdad, no la de la ambición; tráela, te lo ruego, y pon en un platillo el dinero y en el otro el alma. Eres ya tú quien los pesa, y, llevado por la ambición, introduces fraudulentamente tus dedos: quieres que baje el platillo que contiene el dinero. Cesa, no peses; quieres cometer fraude contra ti mismo; veo lo que estás haciendo. Quieres anteponer el dinero a tu alma; quieres mentir por él y perderla a ella. Apártate, sea Dios quien pese; pese él, que no puede engañar ni ser engañado. Ved que pesa él; vedlo pesando y escuchad el resultado: ¿Qué aprovecha a un hombre ganar todo el mundo? Son palabras divinas, palabras de quien pesa sin engañar; palabras de quien informa y amonesta. Tú ponías en una parte el dinero, y en la otra el alma; mira dónde has puesto el dinero. ¿Qué te responde el que pesa? Tú has colocado el dinero: ¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si sufre detrimento su alma? Pero tú querías poner en la misma balanza tu alma y tus ganancias; compárala con el mundo. Querías perderla para adquirir tierra: ella pesa más que el cielo y la tierra. Pero actúas así porque, abandonando a Dios y amándote a ti, saliste hasta de ti, y aprecias ya, más que a ti, a otras cosas que están fuera de ti. Vuelve a ti mismo; mas, cuando, levantado, hayas vuelto de nuevo a ti, no permanezcas en ti. Antes de nada, vuelve a ti desde lo que está fuera de ti, y luego devuélvete a quien te hizo, a quien te buscó cuando estabas perdido, a quien te alcanzó cuando huías y a quien, cuando le dabas la espalda, te volvió hacia sí. Vuelve, pues, a ti mismo y dirígete hacia quien te hizo. Imita a aquel hijo menor, porque quizá eres tú mismo. Hablo al pueblo, no a un solo hombre; y, aunque no todos puedan oírme, no lo digo a uno solo, sino al género humano. Vuelve, pues; sé como aquel hijo menor que, después de malgastar y perder todos sus haberes viviendo pródigamente, sintió necesidad, apacentó puercos y, agotado por el hambre, cobró aliento y se acordó de su padre. ¿Y qué dice de él el evangelio? Y vuelto a sí mismo. Quien se había perdido hasta a sí mismo, volvió a sí mismo; veamos si se quedó en sí mismo. Vuelto a sí mismo, dijo: «Me levantaré». Luego había caído. Me levantaré —dice— e iré a casa de mi padre. Ved que ya se niega a sí mismo quien se ha hallado a sí mismo. ¿Cómo se niega? Escuchad: Y le diré: «He pecado contra el cielo y contra ti». Se niega a sí mismo: Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo. He aquí lo que hicieron los santos mártires: despreciaron las cosas de fuera: todos los halagos de este mundo, todos sus errores y terrores; cuanto agradaba, cuanto infundía temor, todo lo despreciaron, todo lo pisotearon. Entraron también en sí mismos y se miraron a sí mismos; se hallaron a sí mismos en sí mismos y se encontraron desagradables; corrieron a aquel que los formó, para revivir y permanecer en él y para que en él pereciera lo que por sí mismos habían comenzado a ser y permaneciese lo que él había creado en ellos. Esto es negarse a sí mismo.” (Sermón 330, 3)

Pedro Luis Morais Antón, agustino.