Reflexión agustiniana

Escrito el 11/03/2023
Agustinos


San Agustín bautizado: deudor y acreedor

 La conversión significó en la vida de san Agustín el inicio de un cambio, que continuó tras la recepción del bautismo. Una de las resoluciones tomadas fue la de volver a África. La decisión no respondía, como pudiera parecer, a la nostalgia de la patria, propia del emigrante. La razón la dejo escrita él mismo: buscaba el lugar en que su condición de siervo de Dios fuera más útil (a la Iglesia) (Conf. 9,8,17).

De los diversos efectos que, a corta y larga distancia, produjo en el santo la catequesis bautismal señalo dos. El primero, un intenso amor a la Iglesia, del que es prueba el bellísimo apóstrofe que de dedicará pocos meses después (El modo de vida de la Iglesia Católica 1,33,62-64); el otro, el nuevo rumbo que tomaron sus preocupaciones intelectuales. Como ya indiqué en mi anterior colaboración, los intereses exclusivamente filosóficos fueron cediendo el paso a intereses apologéticos y bíblicos. Lo pone en evidencia la obra El modo de vida de la Iglesia Católica y el modo de vida de los maniqueos¸ la primera que, en sus Revisiones, reseña como escrita tras la recepción del sacramento. Su título mismo denota en su autor una voluntad de confrontar ambos grupos religiosos.

En efecto, el neófito se sentía deudor frente a la Iglesia Católica –su acreedora–, que lo acaba de admitir en su seno y, a la vez, acreedor frente a la secta maniquea –su deudora–, que lo había acogido en el pasado. La doble condición está vinculada a la primera etapa de su militancia maniquea en que actuó como brillante y eficaz proselitista. Se sentía deudor frente a la Iglesia Católica porque en ese período le había sustraído numerosos fieles que, cautivados por su palabra y simpatía, habían cambiado de bandera religiosa; de igual manera se sentía acreedor frente a la secta maniquea juzgando que le debían devolver esos mismos fieles, seducidos por él. Siendo los fieles objeto de la deuda y del crédito, se consideraba obligado a reclamarlos a los maniqueos y devolverlos a la Iglesia Católica. Tanto más que las transacciones del pasado no se podían considerar justas, porque tuvieron como base una ignorancia subjetiva –aunque él había actuado de buena fe, no estaba bien instruido–, y un engaño objetivo –las falsedades descubiertas después–.

Las deudas las había contraído en concreto con la Iglesia Católica africana; en África estaban también sus propios deudores. Era, pues, lógico que quisiera volver al lugar donde podía reclamar derechos y saldar deudas. Su proyecto tenía una perspectiva de presente y otra de futuro. De presente, apartar de la secta y recuperar para la Iglesia a los amigos que habían sufrido su seductor influjo. De futuro, ofrecer la debida instrucción, de palabra y por escrito, para que otros no cayesen en transacciones similares que luego tuvieran que lamentar.

Ya en el mismo prólogo nos indica el motivo por el que, ya en Roma, camino de África después de bautizado, escribió la obra indicada. No fue otro que no poder quedarse callado al ver cómo los maniqueos se jactaban de su continencia o abstinencia, falsa y falaz, de que se servían para engañar a católicos incautos, y cómo se consideraban superiores a los verdaderos cristianos, con los que no podían ni compararse (El modo de vida…, 1,1). Palabras que no dejan duda de que la motivación era apologética.

Apología, sí, pero solo a medias, porque incluye también una dosis simular de acusación. Apología de la moral católica y acusación de la moral maniquea, que corresponden a las dos partes –dos «libros»– de que consta la obra. El tono pacífico que su autor mantiene en la apología se vuelve agresivo cuando pasa a la acusación. Doble actitud que cuadra con la intención de atraer y de ahuyentar respectivamente a quienes pensasen engrosar las filas de una y otra oferta religiosa.

Punto de partida de la moral católica que presenta es el deseo de felicidad que anida en el corazón de todo hombre. Como esa felicidad solo se alcanza amando a Dios, el santo se alarga en reflexiones sobre el amor cristiano, que le conducen a exponer las cuatro virtudes cardinales. En una última parte, algo posterior, ofrece una visión idealizada del monacato católico en el que la moral católica alcanza su mayor nivel; insiste en que su valor reside en el amor que sostiene las prácticas ascéticas, para mostrar así su superioridad respecto al ascetismo maniqueo, tan propalado por los miembros de la secta. La parte dedicada al maniqueísmo se abre con una crítica a la concepción del mal propia de la secta. Acto seguido, la crítica se ceba en los tres sellos –los tres «voto»– de la moral maniquea: el de la boca, el de la mano y el de la sexualidad, presentándolos como absurdos, incongruentes y ficticios, en coherencia con el mito irracional que los sostiene.

Era solo la primera obra de una serie que le seguirá cuyo objetivo será siempre el mismo: saldar sus deudas con la Iglesia Católica, devolviéndole no solo a los que reconquistaba de las filas maniqueas, sino también a los que impedía que sucumbieran como él a su embaucadora propaganda.

Pío de Luis, OSA