Domingo con San Agustín

Escrito el 19/03/2023
Agustinos


 

Domingo IV de cuaresma 19 de marzo de 2023

Juan 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38

Se le acercó siendo ciego de corazón, le escuchó, creyó en él y vio.

En este encuentro de Jesús con el ciego de nacimiento vemos cómo la ceguera es más que la corporal, el ciego no ve con sus ojos, pero tampoco con el corazón. Cree que Dios no lo va a escuchar porque es un pecador. Por eso San Agustín comenta que estaba en un error: Dios siempre escucha a los pecadores y les ayuda para que se conviertan. Pero al ciego la faltaba la gracia de Dios para cambiar su corazón.

Por eso, cuando se acerca a él y él le escucha, algo cambia. Cree y lo se produce el milagro de la visión, de los ojos y del corazón. También nosotros, como el ciego, andamos muchas veces como ciegos, seguros en nuestras cosas, en nuestro mundo, incluso el religioso, y no dejamos que sea Dios quien nos ilumine y guíe en el camino de nuestro seguimiento de Jesús.

Habéis visto a este ciego con los ojos de la fe; le habéis visto pasar de no ver a ver, pero le habéis oído errar. Os voy a decir en qué consistía el error de este ciego. En primer lugar, juzgaba que Cristo era un simple profeta, ignorando que era el Hijo de Dios; en segundo lugar, hemos oído una respuesta suya totalmente falsa, puesto que dijo: Sabemos que Dios no escucha a los pecadores. Si Dios no escucha a los pecadores, ¿qué esperanza nos queda? Si Dios no escucha a los pecadores, ¿para qué oramos y damos testimonio de nuestro pecado con golpes de pecho? ¿Dónde queda en verdad aquel publicano que subió al templo con el fariseo y, a la vez que el fariseo se jactaba de sus méritos y los pregonaba, él, manteniéndose lejos de pie, con los ojos fijos en tierra y golpeándose el pecho, confesaba sus pecados? Y descendió del templo justificado él, más que el fariseo. Sin duda alguna, Dios escucha a los pecadores; pero el que hizo tal afirmación aún no había lavado la faz de su corazón en Siloé. Sobre sus ojos se había realizado previamente un rito sagrado, pero en su corazón aún no se había producido el beneficio de la gracia. ¿Cuándo lavó este ciego la faz de su corazón?

Cuando el Señor, tras haberle excluido los judíos de la sinagoga, le concedió entrar en él. En efecto, se encontró con él y, según hemos oído, le dijo: ¿Crees en el Hijo de Dios? ¿Quién es, Señor —respondió él— para creer en él? Sin duda ya le veía con los ojos; ¿también le veía ya con el corazón? Todavía no. Esperad: ahora lo verá. Jesús le responde: Soy yo, el que está hablando contigo. ¿Acaso dudó? Inmediatamente lavó su cara. Estaba, en efecto, hablando con aquel Siloé, que significa «enviado». ¿Quién es el enviado sino Cristo? Él lo atestiguó muchas veces, diciendo: Yo hago la voluntad de mi Padre, que me ha enviado. Luego él era Siloé. Se le acercó siendo ciego de corazón, le escuchó, creyó en él, lo adoró: lavó su faz, vio.

En cambio, los que le excluyeron de la sinagoga permanecieron ciegos. La prueba es que acusaban al Señor porque era sábado el día que él hizo barro con su saliva y untó los ojos del ciego. En efecto, los judíos acusaban abiertamente al Señor hasta cuando curaba con solo su palabra.

De hecho, nada obraba en sábado cuando decía unas palabras y se realizaba lo dicho. Se trataba claramente de una acusación infundada. Le acusaban cuando daba órdenes, cuando hablaba, como si ellos no hablasen en todo el sábado. Puedo afirmar que no solo no hablaban en todo el sábado, sino ningún día, puesto que se apartaron de las alabanzas al verdadero Dios. Con todo, hermanos, según he dicho, se trataba claramente de una acusación infundada. Decía el Señor a un hombre: Extiende la mano; quedaba sano, y acusaban al Señor de curar en día de sábado. ¿Qué hizo? ¿Qué obra realizó? ¿Qué carga llevó a cuestas? Pero en el caso presente escupir en el suelo, hacer barro y untarle al hombre los ojos, es obrar. Nadie lo dude; aquello era obrar; el Señor violaba el sábado, mas no por eso era culpable. ¿Qué significa lo que he dicho, esto es, que violaba el sábado? Él había venido como luz y disipaba las sombras.

Sermón 136, 2-3