Pascua, tiempo de aleluya y esperanza
En la Pascua celebramos la victoria de Nuestro Señor Jesucristo sobre la muerte. Esta victoria nos abre la puerta de la esperanza a la felicidad plena a nosotros pecadores. Ya San Agustín conmemoraba la Cuaresma como tiempo penitencial de cuarenta días preparación para la celebración de la Pascua tiempo de aleluya y gran alegría. Así les explicaba San Agustín a sus fieles de Hipona estos dos periodos: “Los cuarenta días anteriores a la Pascua simbolizan este tiempo de nuestra miseria y nuestros gemidos, si hay quien tenga una esperanza por la que valga la pena gemir; en cambio, el tiempo de la alegría que tendrá lugar después, del descanso, de la felicidad, de la vida eterna y del reino sin fin que aún no ha llegado, está simbolizado en estos cincuenta días en que cantamos las alabanzas de Dios. Dos tiempos tenemos con valor simbólico: uno anterior a la resurrección del Señor y otro posterior; uno en el que nos hallamos y otro en el que esperamos estar en el futuro. El tiempo de tristeza -no otra cosa significan los días de cuaresma- es un símbolo y una realidad; por el contrario, el tiempo del gozo, del descanso y del reino, del que son expresión estos días, lo hallamos simbolizado en el Aleluya, pero aún no poseemos esas alabanzas, aunque suspires ahora por el Aleluya. ¿Qué significa el Aleluya? Alabad al Señor. Por eso en estos días posteriores a la resurrección se repiten en la Iglesia las alabanzas de Dios: porque después de nuestra resurrección también será perpetua nuestra alabanza.” (Sermón 254, 5).
El ser humano disfrutará de la vida plena y feliz, según San Agustín, después de dos resurrecciones. La primera acontece cuando la persona acoge la Palabra en su vida por medio de la fe: “Aquellos de quienes se dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos. Son los muertos que la Palabra de Dios resucita de tal manera que viven en fe. Los que vivían muertos en su incredulidad son resucitados con la palabra. De esa hora dijo el Señor: Vendrá la hora, y es esta, pues con su palabra resucitaba a los que estaban muertos por su incredulidad. Refiriéndose a ellos, dice el Apóstol: Despierta tú que duermes y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo. Se trata de la resurrección espiritual, de la resurrección del hombre interior, de la resurrección del alma.” (Sermón 127, 5, 7). Pero la antropología agustiniana afirma claramente que la persona humana es unidad de alma y cuerpo, por lo cual el ser humano no podrá alcanzar su plenitud solamente con su alma. Ésta necesitará estar unida a su cuerpo, por lo cual, aunque imprescindible la resurrección espiritual “no es la única resurrección; queda la del cuerpo. Para quien resucita en el alma, la resurrección del cuerpo será un bien. Efectivamente no todos resucitan espiritualmente, pero todos han de resucitar físicamente. Espiritualmente —repito— no todos resucitan; resucitan solo los que creen y obedecen, pues Los que la oigan, vivirán. De hecho, dice el Apóstol: No todos tienen la fe. Si, pues, no todos tienen la fe, no todos resucitan espiritualmente. Cuando llegue la hora de la resurrección del cuerpo resucitarán todos; sean buenos, sean malos, todos resucitarán; pero quien resucita antes espiritualmente, resucitará físicamente para su bien; quien no resucita antes espiritualmente, resucitará físicamente para su mal. A quien resucita espiritualmente, la resurrección física le aportará vida; a quien no resucita espiritualmente, la resurrección física le aportará tormento. Por tanto, dado que el Señor nos recomendó esta resurrección espiritual a la que todos debemos apresurarnos por llegar, en la que hemos de fatigarnos por vivir y, viviendo en ella, perseverar hasta el fin, no quedaba, sino que nos recomendase también la resurrección física, que tendrá lugar al final del tiempo.” (Sermón 127, 6, 8)
¿Cómo podremos saber si nuestra alma ha resucitado? Dada la importancia de esta resurrección, el obispo Agustín predica a su iglesia de Hipona: “Si habéis resucitado con Cristo, saboread las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra, pues vosotros estáis muertos. Es Él quien lo dice, no yo, y dice la verdad, y por eso lo digo también yo. ¿Por qué lo digo también yo? He creído, y por eso he hablado. Si vivimos bien, hemos muerto y resucitado; quien, en cambio, aún no ha muerto ni ha resucitado, vive mal todavía; y, si vive mal, no vive; muera para no morir. ¿Qué significa ‘muera para no morir’? Cambie para no ser condenado. Repito las palabras del Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, saboread las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra, pues estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis con él en la gloria. Son palabras del Apóstol. A quien aún no ha muerto, le digo que muera; a quien aún vive mal, le digo que cambie. Si vivía mal, pero ya no vive, ha muerto; si vive bien, ha resucitado.” (Sermón 231, 3).
Aún hoy, a través de sus escritos, San Agustín nos exhorta a vivir y celebrar plenamente la Pascua con gozo y alegría en la esperanza de la vida futura de gloria que nos espera: “Alabemos, pues, amadísimos, al Señor que está en los cielos. Alabemos a Dios. Digamos el Aleluya. Hagamos de estos días un símbolo del día sin fin. Hagamos del lugar de la mortalidad un símbolo del tiempo de la inmortalidad. Apresurémonos allegar a la casa eterna. Dichosos los que habitan en tu casa, Señor; te alabarán por los siglos de los siglos. Lo dice la ley, la Escritura, la Verdad: hemos de llegar a la casa de Dios que está en los cielos. Allí alabaremos a Dios no cincuenta días, sino -como está escrito- por los siglos de los siglos. Lo veremos, lo amaremos y lo alabaremos; ni desaparecerá el ver, ni se agotará el amar, ni callará el alabar; todo será eterno, nada tendrá fin. Alabémoslo, alabémoslo; pero no sólo con la voz; alabémoslo también con las costumbres. Alábelo la lengua, alábelo la vida; no vaya en desacuerdo la lengua con la vida, tengan más bien un amor infinito vueltos al Señor.” (Sermón 254, 8).
P. Pedro Luis Morais Antón, agustino.