Reflexión agustiniana

Escrito el 06/05/2023
Agustinos


Operación rescate

La sombra de la Pascua es muy alargada. De hecho, está enmarcada entre dos solemnidades, separadas por 50 días –la de la Pascua del Señor y la de Pentecostés– con otra en medio: la de la Ascensión. Como esta es la más cercana en el calendario, en ella centraré mi reflexión, desde una perspectiva agustiniana, como siempre.

La Ascensión propiamente no se distingue de la Resurrección del Señor; es solo un aspecto de ella. Ambas manifiestan a la vez tanto un aspecto de Cristo como del cristiano, uno y otro no solo íntimamente relacionados, sino también inseparables. San Agustín no se molesta en defender el hecho  de la subida de Jesús a los cielos, porque da fe plena al relato de los evangelistas (cf. Mc 16,19; Lc 24,51; Hch1,9). Lo que le interesa es que los fieles perciban el misterio salvífico que encierra la solemnidad. Con ese fin recurre a dos textos bíblicos, uno de san Juan y de otro de san Pablo. De san Juan: Nadie subió al cielo, sino quien bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo (Jn 3,13); de san Pablo: De igual manera que el cuerpo es único y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos son un solo cuerpo, así también Cristo (1 Cor 12,12) (Sermón 263 A). El segundo tiene la función de posibilitar al santo la interpretación del misterio de la Ascensión, aludida en el primero, en una línea teológica que es habitual en él.

En efecto, unidos los dos textos, el predicador de Hipona puede concluir que, aun siendo el mismo Hijo de Dios el que bajó –con la Encarnación– y el que ascendió –con la Resurrección–, no se manifestó de igual manera en uno y en otro caso, pues descendió él solo, pero subió cargando consigo al hombre, hecho miembro de su cuerpo.  Una imagen puede ayudar a entender lo que quiero indicar. Sobra decir que a imagen es mía, no del santo. De vez en cuando nos sucede ver en TV una operación de rescate en alta montaña. De un helicóptero, suspendido en el aire por el rotar de las hélices sobre un abismo, se descuelga, bien sujeto a un resistente cable, un socorrista. El cable se va desenrollando hasta que llega a tierra para que el socorrista pueda coger a la persona en cuyo rescate acude; luego desde el helicóptero se comienza a recoger el cable y, al poco tiempo, se ve aparecer al socorrista, pero ya no solo, pues lleva sobre sus hombros a la persona socorrida. Es solo una imagen pero puede ayudar nuestra comprensión del misterio cristiano: el socorrista que bajó y el que subió, siendo el mismo, en cierta manera no es el mismo en cuanto que  bajó solo, pero sube con otro: ya es él con el otro, con el que forma una unidad. El socorrista sabe que ha dado vida al socorrido; el socorrido sabe que ha recibido la vida del socorrista. Socorrista y socorrido –Cristo y el hombre– quedarán unidos para siempre. 

Es solo una imagen, repito, que nunca puede expresar mi la totalidad ni la profundidad del misterio de la Pascua del Señor. Para aproximar más la imagen al hecho se requeriría desarrollarla con mayor amplitud, algo que aquí no es posible. Pero considero importante señalar otro particular que el obispo de Hipona se complace en poner de relieve. Consiste en aplicar al caso la diferencia, de todos conocida, entre caer y bajar. Sin duda, por la causa que fuera –incompetencia,  imprudencia o irresponsabilidad–, el socorrido cayó al abismo; en cambio, el socorrista no cayó, sino que bajó. Bajar implica un acto de voluntad, caer, en cambio, es ajeno a ella. Haciendo una adaptación rápida: el hombre cayó al abismo por imprudencia, el Señor bajó a socorrerlo por amor. 

El proceso de salvación de la humanidad está en curso todavía. Desde la cima de su misericordia, Dios ha querido que su Hijo bajase hasta la sima de nuestra miseria para rescatarnos. Ahora, a lo largo del tiempo él sigue subiendo al Padre cargando sobre sus hombres a la humanidad pecadora. Si queremos volver al lugar de salvación, aquel donde aparece el helicóptero de la misericordia divina, no nos queda sino agarrarnos bien a Cristo porque él ascendió, pero sigue ascendiendo hasta allí. 

Pío de Luis, OSA