Reflexión agustiniana

Escrito el 10/06/2023
Agustinos


La Virgen María

San Agustín acoge la tradición y presenta a su pueblo la virginidad de María que se hizo fructífera por la obra del Espíritu Santo al concebir y dar a luz a Jesús, el Hijo de Dios: “Regocijémonos, hermanos; alégrense y exulten los pueblos. Este día no lo ha hecho sagrado para nosotros este sol visible, sino su creador invisible, cuando una virgen madre, de sus entrañas fecundas y virginalmente íntegras, trajo al mundo a su creador invisible, hecho visible para nosotros. Fue virgen al concebir, virgen al parir, virgen grávida, virgen encinta, virgen siempre. ¿Por qué te maravilla esto, oh hombre? Una vez que Dios se dignó ser hombre, fue conveniente que naciera así. Así la hizo a ella aquel a quien ella hizo. Pues, antes de ser hecho, ya existía, y, como era omnipotente, pudo ser hecho permaneciendo lo que era. Estando junto al Padre, se hizo una madre, y, una vez hecho de la madre, permaneció en el Padre. ¿Cómo iba a dejar de ser Dios al comenzar a ser hombre quien otorgó a su madre que no dejara de ser virgen cuando le dio a luz?” (Sermón 186,1).

La virginidad de María está en función de la encarnación del Hijo de Dios y como signo de su consagración a Dios en libertad y amor. Su virginidad y maternidad representan el triunfo de una guerra sin tregua desencadenada por el ser humano, hombre y mujer, cuando este quiso ser Dios contra Dios queriendo decidir por su cuenta el bien y el mal. La lucha entre el amor a Dios y el amor propio, entre la razón y la emoción, entre lo bueno y lo placentero, entre el querer y la concupiscencia está en el corazón humano desde sus orígenes. San Pablo lo reconoce cuando avisa que “la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne”, siendo entre sí tan opuestos que no actuamos con verdadera libertad (Cf. Gal 5, 17), pues no hacemos lo que queremos, sino lo que aborrecemos (Cf. Rm 7, 15).

Vivimos tiempos convulsos por esta guerra de la soberbia humana que busca su complacencia. El ser humano, hombre o mujer, corporal y espiritual es guiado en su acción por los sentidos corporales y por el amor, el sentido del corazón. La virginidad supone una ascesis para que el sentido del corazón rija los sentidos de la carne. La sexualidad humana tiene una gran importancia porque implica la totalidad de la persona humana: los cinco sentidos corporales, más el sentido del corazón. Para el cristiano toda relación sexual debe ser un diálogo de amor, donde se busca el bien y satisfacción del amado antes que el propio bien y goce, ya que esto “se os dará por añadidura” (Cf. Mt 6,33).

El pecado hace que el orden original venga trastocado y los sentidos de la carne se impongan sobre el espíritu en la búsqueda del placer. Como la soberbia humana no acepta la frustración de sus emociones e impulsos sensuales en pro de un bien más alto, busca la justificación de sus deseos: Liberalidad en las relaciones sexuales, determinación del propio sexo, aborto, falta de compromiso matrimonial, declive de la natalidad, etc.

Agustín narra en diferentes pasajes de sus Confesiones cómo fue esclavo de la sensualidad en la búsqueda de la felicidad y cómo su corazón seguía insatisfecho a pesar de sus logros. Descubre en Jesucristo a su salvador, al Dios que asume la naturaleza humana para recomponerla: “Del hecho de que la Palabra se hizo carne no cabe deducir que la Palabra cedió ante la carne, pereciendo ella; al contrario, fue la carne la que, para no perecer, accedió a la Palabra a fin de que, como el hombre es alma y carne, Cristo fuese a su vez Dios y hombre.” (Sermón 186,1). Su conversión a Cristo fue al mismo tiempo una conversión a la castidad y al celibato signo de su entrega al servicio de Dios.

La virginidad y maternidad de María es valorada por San Agustín en función de Cristo. Cuando propone a María como modelo al pueblo, presenta su virginidad y maternidad corporal signo de su mayor riqueza, un corazón virginal y materno: “Creamos, pues, ‘en Jesucristo, nuestro Señor, nacido del Espíritu Santo y de la virgen María’. Pues también la misma bienaventurada María concibió creyendo a quien alumbró creyendo. Después que se le prometió el hijo, preguntó cómo podía suceder eso, puesto que no conocía varón […] El ángel respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, lo que nazca de ti será santo y será llamado Hijo de Dios. Tras estas palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su espíritu que en su seno, dijo: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Cúmplase -dijo- el que una virgen conciba sin semen de varón; nazca del Espíritu Santo y de una mujer virgen aquel en quien renacerá del Espíritu Santo la Iglesia, virgen también. […] Creyó María, y se hizo realidad en ella lo que creyó. Creamos también nosotros para que pueda sernos también provechoso lo hecho realidad. Aunque también este nacimiento sea asombroso, piensa, sin embargo, ¡oh hombre!, qué tomó por ti tu Dios, qué el creador por la criatura: Dios que permanece en Dios, el eterno que vive con el eterno, el Hijo igual al Padre, no desdeñó revestirse de la forma de siervo en beneficio de los siervos, reos y pecadores. Y esto no se debe a méritos humanos, pues más bien merecíamos el castigo por nuestros pecados. Pero, si hubiese puesto sus ojos en nuestras maldades, ¿quién los hubiese resistido? Así, pues, por los siervos impíos y pecadores, el Señor se dignó nacer, como siervo y como hombre, ‘del Espíritu Santo y de la virgen María’.” (Sermón 215, 4).

Concluyamos con las palabras dirigidas a su pueblo de Hipona: “Lo que admiráis en la carne de María, realizadlo en el interior de vuestra alma. Concibe a Cristo quien cree en su corazón con vistas a la justicia; le da a luz quien con su boca lo confiesa con la mirada puesta en la salvación. Así, pues, sea ubérrima la fecundidad de vuestras almas, conservando la virginidad.” (Sermón 191, 3, 4)

P. Pedro Luis Morais Antón, agustino.