Domingo con San Agustín

Escrito el 25/06/2023
Agustinos


 

Domingo XII del tiempo ordinario 25 de junio de 2023

Mt 10, 26-33

Temamos para no temer

En el evangelio que hemos leído hoy parece una contradicción: hay que temer para no temer. ¿Cómo entenderlo? Hay que temer perder el amor de Dios, alejarnos de él, de vivir en él. Quien vive así su vida cristiana, nada de este mundo le podrá dar miedo porque no nos pueden quitar lo más grande que tenemos, el estar en la presencia de Dios, el vivir en él, el poder entender toda nuestra vida desde él. Si lo hacemos así, nos daremos cuenta que nuestra fortaleza no estará puesta en nosotros, en nuestra debilidad, sino en Dios. Dará igual lo que nos pase, bueno o malo, porque todo lo viviremos en Dios y sabemos que Dios siempre quiere lo mejor para sus hijos. Confiemos en Dios y el amor y así no tendremos que temer en nada de lo que nos suceda.

Las palabras divinas que se han leído nos animan a no temer temiendo y a temer no temiendo. Cuando se leyó el santo Evangelio, habéis advertido que Dios nuestro Señor, antes de morir por nosotros, quiso que nos mantuviéramos firmes, pero exhortándonos a no temer y, a la vez, a temer. Dijo, en efecto: No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Ved que nos exhortó a no temer. Advertid ahora dónde nos exhortó a temer: Pero temed —dice— al que tiene poder para dar muerte al cuerpo y al alma en la gehena. Por tanto, temamos para no temer. Se tiene la impresión que el temor va asociado a la cobardía; el temor parece ser propio de débiles, no de fuertes. Pero ved lo que dice la Escritura: El temor del Señor es la esperanza de la fortaleza. Temamos para no temer, esto es, temamos sabiamente para no temer infructuosamente. Los santos mártires, en atención a cuya solemnidad se ha proclamado este texto del Evangelio, temiendo no temieron: temiendo a Dios, desdeñaron a los hombres.

Pues ¿qué ha de temer un hombre de parte de otros hombres? ¿Y con qué puede aterrar un hombre a otro hombre? Le atemoriza diciéndole: «Te mato», sin temer que quizá muera él antes, mientras amenaza. «Te mato» —le dice—. ¿Quién lo dice? ¿A quién lo dice? Escucho a dos, a uno que atemoriza y a otro que teme; uno de ellos es poderoso y el otro débil, pero ambos son mortales. ¿Por qué, entonces, al hincharse más, se cree más grande en su dignidad quien tiene autoridad, si en la carne es igual la debilidad? Intime con seguridad la muerte quien no teme la muerte. Pero, si teme eso mismo con que amenaza, mírese a sí mismo y compárese con aquel a quien amenaza. Descubra en él una común condición y, juntamente con él, pida al Señor misericordia. Porque es un hombre y amenaza a un hombre, una criatura a una criatura; una que, aunque está sometida al Creador, se hincha de orgullo; otra que huye hacia el Creador.

En efecto, hermanos, el alma se manifiesta inmortal, y es inmortal según un modo que le es propio: porque es una cierta vida que, con su presencia, puede vivificar el cuerpo, ya que por el alma vive el cuerpo. Esa vida no puede morir y por eso es inmortal el alma. ¿Y por qué, pues, he dicho «según un modo que le es propio»? Oíd porqué. Hay una cierta inmortalidad auténtica, inmortalidad que es inmutabilidad plena: de ella dice el Apóstol, hablando de Dios: Solo él tiene la inmortalidad, y habita en una luz inaccesible; a quien ningún hombre ha visto ni puede ver; a él el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén

Sermón 65, 1-3