Reflexión agustiniana

Escrito el 09/09/2023
Agustinos

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¿Quién soy?

Contigo soy Cuerpo de Cristo y con Cristo soy hijo de Dios.

¿Quién soy? ¿Por qué y para que vivo? Son preguntas que todos nos hacemos en algún momento de la vida. La adolescencia es la etapa en la cual intensificamos nuestro autoconocimiento y optamos por los sueños que irán dando forma a nuestra identidad. También las relaciones con los demás se hacen más intensas estimulando gustos y emociones. Deseamos compartir con nuestros semejantes y al mismo tiempo deseamos ser valorados por ellos. San Agustín en sus Confesiones por dos veces manifiesta esta realidad: “Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí” (Confesiones III, 1, 1; cf. II, 2, 2). El amor va desentrañando el misterio que somos. La relación con los demás nos ayuda a descubrir y a desarrollar nuestra identidad fruto del diálogo entre lo que nos viene dado por naturaleza y lo que adquirimos con nuestra libertad.

Hoy más que nunca, la sociedad nos ilusiona con un sinfín de sueños que modelen nuestra identidad con el poder absoluto de nuestro libre albedrío, pero tarde o temprano la cruda realidad nos enfrenta a nuestro ser limitado dejándonos en a la frustración y el sufrimiento.

Cristo sale a nuestro encuentro para ofrecernos la relación de amor que ilumina el misterio de nuestra verdadera identidad: Somos hombres llamados a ser dioses. Pero ¿Cómo sale Cristo nuestro encuentro? ¿Dónde le conocemos? ¿Cómo podemos desarrollar nuestra relación de amistad con Él?

Cristo nos dejó la comunidad eclesial, su Cuerpo Místico vivificado por su Espíritu de amor, para que podamos relacionarnos con Él: “El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado” (Mt 10,40).

Es en el seno de esta comunidad donde acogemos el Espíritu de Cristo y donde crecemos en la relación con Dios. Es en la Iglesia donde se realiza nuestra verdadera identidad a la que somos llamados por Dios y es en la relación con la comunidad eclesial que podemos dar respuesta libre y personal a la invitación de Dios Padre a ser sus hijos. “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.” (1Jn 3,2)

¿Hay mayor honra que ser hijo de Dios? Tenemos que experimentar esta realidad como cuando un niño dice orgullosamente ser el hijo del jefe. Así tomamos conciencia de nuestro valor e identidad. Somos amados, no por cualquiera, somos amados por Dios. “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido.” (Is 49,15; cf. Sl 27,10).

Esta identidad de hijos de Dios no es algo que podamos alcanzar con nuestras propias fuerzas, es un regalo que se nos ofrece. Tampoco es una imposición de nuestra naturaleza, sino que debemos acogerla desde la libertad. Cristo nos va uniendo a su Cuerpo Místico a través de sus sacramentos y en la relación con Él vamos creciendo en su Espíritu de amor. Estar en sintonía con Jesús, es participar del Espíritu Santo de Dios que nos lleva a descubrirnos como hermanos, no como extraños. Ya no necesito mendigar amor y reconocimiento para ser yo mismo; tampoco necesito imponer mi voluntad sobre los demás para sentirme importante, porque contigo soy Cuerpo de Cristo y con Cristo soy hijo de Dios.

San Agustín después de muchos tumbos por la vida descubre a Cristo vivo en la comunidad eclesial y esta experiencia será tan fuerte, que al servicio de la Iglesia dedicará el resto de sus días. Como buen pastor buscaba que todos sus fieles pudiesen gustar el “Amén” con el que ratificar lo que somos como seres humanos y lo que estamos invitados a ser en plenitud: “Lo que estáis viendo sobre la mesa del Señor, por lo que se refiere a su aspecto exterior, estáis acostumbrados a verlo también en las vuestras; el aspecto exterior es el mismo, pero distinto el efecto que produce. También vosotros sois los mismos hombres que erais antes, pues el rostro que nos presentáis hoy no es distinto del de ayer. Y, sin embargo, sois hombres nuevos: hombres viejos por el aspecto físico, nuevos por la gracia de la santidad, como también es nuevo esto. Tal como lo veis, es aún pan y vino; cuando llegue la santificación, ese pan será el cuerpo de Cristo y el vino su sangre. El nombre y la gracia de Cristo hacen que los ojos sigan percibiendo lo que percibían antes y que, sin embargo, no tenga el mismo valor que antes. Si uno lo comía antes, le saciaba el vientre; si lo come ahora, le edifica el espíritu. Cuando fuisteis bautizados o, más exactamente, antes de ser bautizados, el sábado, os hablé del sacramento de la fuente en la que ibais a ser bañados. Entonces os dije algo que creo no habéis olvidado, a saber, que el bautismo se equipara al estar sepultados con Cristo, puesto que dice el Apóstol: ‘Hemos sido sepultados con Cristo, mediante el bautismo, para morir, a fin de que, como él resucitó de entre los muertos, así también nosotros caminemos en la vida nueva.’ (Rm 6,4) Del mismo modo, también ahora es necesario recomendaros y apuntaros, no con corazonadas mías ni con presunciones o argumentos humanos, sino con la autoridad del Apóstol, qué es lo que recibisteis o vais a recibir. Escuchad, pues, brevemente lo que dice el Apóstol, o mejor, Cristo por boca del Apóstol, sobre el sacramento de la mesa del Señor: ‘Somos muchos, pero somos un único pan, un solo cuerpo.’ (1Co 10,17) Esto es todo; en pocas palabras lo he dicho. Pero no contéis las palabras, sino ponderadlas. Aunque su número es pequeño, su peso es grande. Un único pan, dijo. Fueran muchos o fueran pocos los panes allí puestos, ahora es un único pan; sean los que sean los panes que se colocan hoy en los distintos altares de Cristo en todo el orbe de la tierra, es un único pan. ¿Pero qué es ese único pan? Lo expuso con la máxima brevedad: ‘Siendo muchos, somos un único cuerpo.’ Este pan es el cuerpo de Cristo, del que dice el Apóstol dirigiéndose a la Iglesia: ‘Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros.’ (1Co 12,27) Lo que recibís, eso sois vosotros por la gracia que os ha redimido. Cuando respondéis Amén, lo rubricáis personalmente. Lo que estáis viendo es el sacramento de la unidad.” (Sermón 229A, 1).

Con contigo somos Cuerpo de Cristo y con Cristo somos hijos de Dios. Acoger este gran regalo es dejar que el Espíritu de Jesús transforme nuestro espíritu para amar lo que Él amó y amar como Él amó.

P. Pedro Luis Morais Antón, agustino.