Música: Gregoire Lourne, Africa the Cradle of life
El bien de la paz
El bien de la paz es problemático, puesto que ignoramos el corazón de aquellos con quienes la quisiéramos tener, y si hoy podemos conocerlo, mañana nos serán desconocidas sus intimidades.
¿Quiénes suelen o, al menos, deberían ser más amigos entre sí que los que conviven en una misma casa? Y, sin embargo, ¿quién está allí seguro cuando con frecuencia se dan allí tamañas contrariedades debidas a ocultos manejos, contrariedades tanto más amargas cuanto más dulce había sido la paz que se creía verdadera, pero que se simulaba con refinada astucia? Hasta el corazón del hombre penetra esta herida, haciéndole lanzar un gemido de dolor como el de Cicerón: «No hay insidias más ladinas que las que se cubren bajo la apariencia del deber o con el título de alguna obligación amistosa. El adversario que lo es a plena luz, con un poco de cuidado lo puedes esquivar. Pero esta plaga oculta, intestina, doméstica, no solamente está ahí, sino que te echa el lazo antes de que puedas descubrirla o investigarla». Ésta es la razón por la que aquella consigna, incluso divina, los enemigos del hombre son los de su casa, la oímos con gran dolor de nuestro corazón. Un hombre, aunque tuviere tal fortaleza que pudiera soportar con serenidad los ocultos manejos que contra él trama una simulada amistad, o aunque estuviera tan alerta que fuera capaz de esquivarlos con acertadas decisiones, es imposible, si él personalmente es bueno, que no sufra cruelmente por la maldad de estos hombres pérfidos cuando comprueba que eran unos perversos, tanto si lo han sido siempre y se han estado fingiendo honrados, como si se han hecho unos malvados después de haber sido buenos. Si el propio hogar, refugio universal en medio de todos estos males del humano linaje, no ofrece seguridad, ¿qué será la sociedad estatal, que cuanto más ensancha sus dominios, tanto más rebosan sus tribunales de pleitos civiles o criminales, y que aunque a veces cesen las insurrecciones y las guerras civiles, con sus turbulencias y -más frecuentemente aún- con su sangre, de cuyas eventualidades pueden verse libres de vez en cuando las ciudades, pero de su peligro jamás?
San Agustín, La Ciudad de Dios, XIX, V