Reflexión agustiniana

Escrito el 25/05/2024
Agustinos


La paz en la ciudad terrena y en la celeste

Los que aman los bienes de esta tierra constituyen una comunidad que solemos llamar la ciudad terrena y que se dedican a los valores y bienes de este mundo: “No obstante, sean cualesquiera sus intereses, si se trata de un conjunto no de bestias, sino de seres racionales, y está asociado en virtud de la participación armoniosa de los bienes que le interesan, se puede llamar pueblo con todo derecho. Y se tratará de un pueblo tanto mejor cuanto su concordia sea sobre intereses más nobles, y tanto peor cuanto más bajos sean estos” (La ciudad de Dios 19, 24). Esta paz que está cimentada en valores temporales y en bienes materiales, evidentemente es débil e incompleta, ya que no se tiene en cuenta los valores eternos y no hay verdadera unidad de corazones. La justicia que de aquí nace se fundamenta en el propio interés y no en el respeto a los derechos de los demás: “Estos se dan la paz para poder gozar, no de Dios, sino del mundo sin las incomodidades de los pleitos y de las guerras; y cuando dan paz a los justos, cesando de perseguirlos, no puede ser una paz verdadera, porque están desunidos los corazones. Pues, así como se llama consorte a aquel que une a otro su suerte, del mismo modo se llama concorde al que tiene el corazón unido a otro. Y nosotros, carísimos, a quienes Cristo deja la paz, y da su paz, no como la da el mundo, sino como la da el que hizo el mundo, para tener concordia, unamos nuestros corazones en un solo y levantémoslos al cielo para que no se corrompan en la tierra” (Comentario a Juan 77, 5).

En esta sociedad se busca la felicidad, se quiere la paz: “¡Cuánto más el hombre se siente de algún modo impulsado por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con los demás hombres y a vivir en paz con todos ellos en lo que esté de su mano! ¡Si hasta los mismos malvados emprenden la guerra en busca de la paz para los suyos! Si les fuera posible, someterían bajo su dominio a todos los hombres para que todo y todos estuvieran al servicio de uno sólo. ¿Qué les mueve sino el que acepten estar en paz con él, sea por amor, sea por temor? ¡He aquí cómo la soberbia trata de ser una perversa imitación de Dios! Detesta que bajo su dominio se establezca una igualdad común, y, en cambio, trata de imponer su propia dominación a sus iguales en el puesto de Dios. Detesta la justa paz de Dios y ama la inicua paz impuesta por ella misma. Pero lo que no puede lograr de manera alguna es dejar de amar la paz de una forma u otra” (La ciudad de Dios 19,12, 2).

Esta paz no es un bien despreciable, aunque sea frágil, viene siempre acompañada de otros bienes y secundada por otros dones y es Dios mismo el que da la fuerza para custodiarla: “Dios el autor sapientísimo, y el justísimo regulador de todo ser, ha puesto a este mortal género humano como el más bello ornato de toda la tierra. Él ha otorgado al hombre determinados bienes apropiados para esta vida: la paz temporal a la medida de la vida mortal en su mismo bienestar y seguridad, así como en la vida social con sus semejantes, y, además, todo aquello que es necesario para la protección o la recuperación de esta paz, como es todo lo que de una manera adecuada y conveniente está al alcance de nuestros sentidos: la luz, la oscuridad, el aire puro, las aguas limpias y cuanto nos sirve para alimentar, cubrir, cuidar y adornar nuestro cuerpo. Pero todo ello con una condición justísima: que todo el mortal que haga recto uso de tales bienes, de acuerdo con la paz de los mortales, recibirá bienes más abundantes y mejores, a saber: la paz misma de la inmortalidad, con una gloria y un honor de acuerdo con ella en la vida eterna con el fin de gozar de Dios y del prójimo en Dios” (La ciudad de Dios 19, 13, 2).

Santiago Sierra, OSA