Paz y guerra
Según Agustín el evitar la guerra y el buscar los bienes materiales son actividades dignas para todos, también para los ciudadanos de la ciudad celeste, pero será necesario no conformarse y acomodar la vida a estos bienes temporales y dejar de aspirar a los bienes eternos y a la paz eterna: “No se puede decir justamente que no son verdaderos bienes los que ambiciona esta ciudad, siendo ella en ese su género humano mejor. Busca cierta paz terrena en lugar de esas cosas ínfimas, y desea alcanzarla incluso con la guerra… Bienes son estos y dones, sin duda, de Dios. Pero si se menosprecian los otros mejores, que pertenecen a la ciudad celeste, morada de la victoria segura, en eterna y suprema paz, y se buscan estos bienes con tal ardor que se les considera únicos o se les prefiere a los tenidos por mejores, la consecuencia necesaria es la desgracia” (La ciudad de Dios 15, 4).
El hombre, en todas sus empresas y actividades, no busca ni persigue otra cosa que la paz; unas veces será una paz temporal y otras una paz permanente; será una paz verdadera o falsa, pero el fin de la búsqueda y el objeto que se persigue es la paz: “no hay nadie que se niegue a vivir en paz” “Todo hombre, incluso en el torbellino de la guerra, ansia la paz, así como nadie trabajando por la paz busca la guerra. Y los que buscan perturbar la paz en que viven no tienen odio a la paz; simplemente la desean cambiar a su capricho” (La ciudad de Dios 19, 12, 1). Es más, la misma guerra no tiene razón de ser si no la sigue la ansiada paz: “Incluso aquellos mismos que buscan la guerra no pretenden otra cosa que vencer. Por tanto, lo que ansían es llegar a una paz cubierta de gloria. ¿Qué otra cosa es, en efecto, la victoria más que la sumisión de fuerzas contrarias? Logrado esto, tiene lugar la paz” (La ciudad de Dios 19, 12, 1).
Lo que se busca en la guerra, actividad que en sí misma es contraria a la paz, es la consecución de la paz. De aquí que Agustín aconseja a Bonifacio que sea pacífico incluso en medio de la pelea: "Cuando te armas para la pelea, piensa ante todo esto: también tu fuerza corporal es un bien de Dios. Así no pensarás en utilizar contra Dios el don de Dios... La voluntad debe vivir la paz, aunque se viva la guerra por necesidad, para que Dios nos libre de la necesidad y nos mantenga en la paz. No se busca la paz para promover la guerra, sino que se va a la guerra para conquistar la paz. Sé, pues, pacífico aun cuando peleas, para que lleves a la utilidad de la paz a aquellos mismos a quienes derrotas... Y si la paz humana es tan dulce por la salud temporal de los mortales, ¿cuánto más dulce será la paz divina?" (Epístola 189,6).
Como vemos tanto los miembros de la ciudad terrena como los de la ciudad celeste, buscan la paz, pero la calidad de la paz buscada y la utilización de la misma difieren notablemente en los dos grupos. Los ciudadanos de la ciudad terrena buscan una paz terrena y consideran la vida temporal pacífica como la única meta y su paz como la paz más alta a conseguir: “Así, la ciudad terrena, que no vive según la fe, aspira a la paz terrena y a la armonía bien ordenada del mando y la obediencia de sus ciudadanos la hace estribar en un equilibrio de las voluntades humanas con respecto a los asuntos propios de la vida mortal. La ciudad celeste, por el contrario, o mejor la parte de ella que todavía está como desterrada en esta vida mortal, y que vive según la fe, tiene también necesidad de esta paz hasta que pasen las realidades caducas que la necesitan… En esta su vida como extranjera, la ciudad celeste se sirve también de la paz terrena y protege e incluso desea el entendimiento de las voluntades humanas en el campo de las relaciones transitorias de esta vida. Ella ordena la paz terrena a la celestial, la única paz que al menos para el ser racional debe ser reconocida como tal y merece tal nombre, es decir, la convivencia que en perfecto orden y armonía goza de Dios y de la mutua compañía en Dios” (La ciudad de Dios 19, 17).
Santiago Sierra, OSA