Reflexión agustiniana

Escrito el 15/06/2024
Agustinos


La paz social

Así como la paz entre los hombres comienza con la paz dentro de los hombres, así también la paz de las sociedades más grandes, fluye de la paz de las sociedades que son más pequeñas, es decir, no podremos gozar de la paz en la ciudad si no se consigue la paz en la familia: "La familia debe ser el principio y la parte mínima de la ciudad. Y como todo principio hace referencia a un fin en su género, y toda parte se refiere a la integridad del todo por ella participado, se desprende evidentemente que la paz doméstica se ordena a la paz ciudadana, es decir, que la bien ordenada armonía de quienes conviven juntos en el mandar y en el obedecer mira a la bien ordenada armonía de los ciudadanos en el mandar y obedecer. Según esto, el padre de familia debe tomar de las leyes de la ciudad aquellos preceptos que gobiernen en su casa en armonía con la paz ciudadana" (La ciudad de Dios 19 ,16).

Para Agustín, la paz social encierra en sí todas las demás. Parece lógico desde la misma concepción de la vida que tiene, vida con los amigos, vida en sociedad. Agustín nos presenta su pensamiento para conseguir una verdadera paz social a partir de lo más ínfimo de la persona en el cuerpo y en el espíritu. Esta página es la síntesis del equilibrio personal en todas sus dimensiones y del equilibrio social en sus fases principales, familia y ciudad hasta la ciudad celeste. Dice Agustín: "Toda la utilización de las realidades temporales es con vistas al logro de la paz terrena en la ciudad terrena. En la celeste, en cambio, mira al logro de la paz eterna” (La ciudad de Dios 19, 14). Se da cuenta que los animales irracionales, lo que apetecen es la armonía de sus partes y calmar las apetencias, de tal manera que la paz corporal favorezca la paz anímica y producen orden de la vida y buena salud, y dice: “Los animales demuestran amor a la paz de su cuerpo cuando esquivan el dolor, y a la de su alma cuando buscan el placer de sus apetitos para saciar su necesidad. Del mismo modo, huyendo de la muerte evidencian claramente cuánto aman la paz que mantiene unidos alma y cuerpo” (La ciudad de Dios 19, 14).

Cosa distinta es cuando nos fijamos en el hombre, al ser animal racional: “Pero en lo que al hombre se refiere, como está dotado de un alma racional, todo aquello que de común tiene con las bestias lo somete a la paz del alma racional, y de esta forma primero percibe algo con su inteligencia, y luego obra en consecuencia con ello, de manera que hay un orden armónico entre pensamiento y acción, que es lo que hemos llamado paz del alma racional. Para lograrlo debe aspirar a sentirse libre del impedimento del dolor, de la turbación del deseo y de la corrupción de la muerte. Así, cuando haya conocido algo conveniente, sabrá adaptar su vida y su conducta a este conocimiento. Pero dada la limitación de la inteligencia humana, para evitar que en su misma investigación de la verdad caiga en algún error detestable, el hombre necesita que Dios le enseñe. De esta forma, al acatar su enseñanza estará en lo cierto, y con su ayuda se sentirá libre. Pero como todavía está en lejana peregrinación hacia el Señor todo el tiempo que dure su ser corporal y perecedero, le guía la fe, no la visión. Por eso, toda paz corporal o espiritual, o la mutua paz entre alma y cuerpo es con vistas a aquella paz que el hombre durante su mortalidad tiene con el Dios inmortal para tener así la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna. Dios, como maestro, le ha enseñado al hombre dos preceptos fundamentales: el amor a Dios y al prójimo” (La ciudad de Dios 19, 14).

De todas las maneras el ser humano está obligado a tener paz con todos sus hermanos, con todos los hombres y más con los que tiene más cercanos: “Así es como logrará la paz -en cuanto le sea posible‑ con todos los hombres, esa paz que consiste en la concordia bien ordenada de los hombres. Y el orden de esta paz consiste primero en no hacer mal a nadie y luego en ayudar a todo el que sea posible. La primera responsabilidad que pesa sobre el hombre es con relación a los suyos, que es a quienes tiene más propicia y fácil ocasión de cuidar, en virtud del orden natural o de la misma vida social humana. Dice a este respecto el Apóstol: "Quien no mira por los suyos, en particular por los de su casa, ha renegado de la fe y es peor que un descreído'. De aquí nace también la paz del hogar, es decir, la armonía ordenada en el mandar y obedecer de los que conviven juntos. En efecto, mandan aquellos que se preocupan; por ejemplo, el marido a la mujer, los padres a los hijos, los dueños a sus criados. Y obedecen los que son objeto de esa preocupación, por ejemplo, las mujeres a sus maridos, los hijos a sus padres, los criados a sus amos. Pero en casa del justo, cuya vida es según la fe, y que todavía es lejano peregrino hacia aquella ciudad celeste, hasta los que mandan están al servicio de quienes, según las apariencias, son mandados. Y no les mandan por afán de dominio, sino por su obligación de mirar por ellos; no por orgullo de sobresalir, sino por un servicio lleno de bondad" (La ciudad de Dios 19, 14).

Santiago Sierra, OSA