Reflexión agustiniana

Escrito el 17/05/2025
Agustinos

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El escudo del Papa León XIV

En el escudo del Papa León XIV, cuya elección celebramos llenos de alegría y dando gracias a Dios, aparece el emblema de la Orden de San Agustín: corazón, flecha, libro y llamas. Este hecho da a este signo un caracter más universal aún. El P. Pío de Luis, agustinos, nos ayuda a entender  el significado de esos elementos que ahí aparecen,

El emblema de la Orden de san Agustín es bien conocido: sobre un libro abierto aparece, atravesado por una flecha, un corazón del que se elevan llamas. En numerosas representaciones se desprenden gotas de sangre de la herida que produce la flecha y, en otras, aparece solo el corazón en llamas.

En el origen del emblema están dos textos de las Confesiones de san Agustín, uno del libro noveno –“Habías asaetado nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus palabras clavadas en nuestras entrañas” (Conf. 9,2,3)– y otro del libro décimo –“Heriste mi corazón con tu palabra y comencé a amarte” (Conf. 10,6,8)–. Ambas afirmaciones se enmarcan en las reflexiones del santo sobre su propia conversión, en cuya resolución tuvo un rol esencial la lectura de un pasaje de la Carta a los Romanos.

De los cuatro elementos contenidos en el  emblema –corazón, flecha, libro y llamas–, solo dos son mencionados de forma explícita: el corazón y –aunque en forma verbal– la flecha. Los otros dos, el libro y las llamas, se sobreentienden bajo los términos “palabra” y “caridad” respectivamente. Todos los elementos son simbólicos: el corazón simboliza la interioridad del hombre; la flecha, la palabra de Dios; el libro, la Escritura; las llamas, el amor de Dios. Del libro –la Escritura– sale la flecha –la palabra de Dios– ardiendo – con el fuego del amor de Dios– que hace arder el corazón de Agustín –con el mismo amor de Dios–.

Conocidos los signos y lo que significan,  la interpretación del emblema resulta diáfana. La primera constatación es que asume lo específico del hombre que le distingue de los demás animales: unir inteligencia y voluntad. Compagina verdad y amor, pero no cualquier verdad sino la verdad salvífica contenida en la Escritura, ni cualquier amor, sino el amor suscitado por la misma verdad salvífica. Verdad primero sobre Dios, que luego ilumina al hombre; amor cuya fuente es Dios, que luego invade al hombre. El emblema aúna, pues, luz y calor, ambos procedentes del venero de la Escritura; luz que ilumina la interioridad humana, el espacio personal donde él descubre toda su “historia”: pasado, presente y futuro; calor que, en este contexto, engendra siempre vida y, por mucho que sea, nunca corrupción. Luz y calor unificados en las llamas que se elevan de la interioridad más profunda, en el fuego que se enciende en el brasero del Espíritu divino y funde al hombre en unidad diversificada con Quien le supera a él, con quienes son iguales a él y con lo que él supera. La luz –la verdad– acaba en calor –produce amor–; el calor –el amor– manifiesta la luz –revela la verdad–. La madre –la verdad– engendra al hijo –el amor–; el hijo –el amor– revela a la madre –la verdad–. Del conocimiento surge el amor; el amor ansía un conocimiento más seguro que, a su vez, producirá un amor más intenso, que anhelará un conocimiento aún más profundo, que impulsará un amor todavía más encendido, en un proceso que no conoce término. Si santa Teresa decía “que amor saca amor”, san Agustín había dicho: “no se accede a la caridad sino por la verdad” (non intratur in caritatem, nisi per veritatem).

Después de examinada la acción, procede dirigir la mirada también al sujeto y al destinatario de la misma. Volvamos, pues, a las frases agustinianas antes transcritas. Ambas refieren una intervención de  Dios en el corazón del santo. Sujeto activo es únicamente Dios; Agustín aparece solo como sujeto receptor.  Sin afirmación explícita, se da por hecho que Dios había actuado desde su omnímoda libertad. No se señala nada que, exterior a Él, preceda a su decisión. El impulso solo pudo provenir de su incondicionada libertad, del amor con el que, en su absoluta simplicidad, se identifica (cf. 1 Jn 4,16). El rol de Agustín aquí es puramente pasivo, como destinatario de la intervención de Dios. Pero solo a primera vista, porque la categoría “acción” tiene diversas caras. Actuar no se identifica solo con producir, pues favorecer o impedir algo es ya una forma de actuar. Con frecuencia, la misma pasividad se torna principio activo, aunque en otros. Basta pensar en el caso de Agustín. Después de años resistiéndose activamente a que Dios dirigiera su vida, en determinado momento cejó en su resistencia. Esta actitud pasiva fue quizá la más activa de las decisiones que tomó en su vida. En efecto, nada hay más activo que dejar actuar, aunque sea con la propia inactividad, a quien es Actividad pura. Al fin, Dios, respetuoso siempre con la libertad humana, pudo entrar en el corazón del hasta entonces reacio. Y lo hizo mediante su palabra que, cual flecha incendiaria,  lo hizo arder con su mismo amor divino, que, por su propio dinamismo, acaba siempre en amor y servicio a los hombres. 

Para tomar una realidad como símbolo de otra no se requiere una correspondencia plena entre ambas. Basta un solo elemento común para sostener la comparación que fundamenta el simbolismo. Es obvio que, si una flecha atraviesa el corazón de una persona, la sangre salta a borbotones. Pero no sucede así cuando una flecha incendiaria toca material altamente combustible como es el corazón humano. En este caso la herida que produce es una quemadura, la quemadura del amor, en la imagen agustiniana. La flecha incendiaria hiere porque quema, no porque desgarre los tejidos del corazón. Una herida, la del fuego, que no derrama sangre, sino que, más bien, cauteriza, pero que puede ser igual de dolorosa o más que cualquiera otra. En la representación simbólica de la idea del santo no hay lugar para gotas de sangre.

Se puede pecar por más, pero también por menos. Si añadir las gotas de sangre implicaría faltar  por exceso, representar solo el corazón significa faltar por defecto y empobrecer  la imagen. La razón es que queda sin indicar la fuente del amor y, consiguientemente, su naturaleza, datos aquí esenciales. San Agustín no  consideraba necesario invitar al amor, porque partía de que no hay nadie que no ame; de hecho, dado que el amor es principio de toda actividad, una persona que no ame algo o a nadie, morirá de inmediato por simple inacción. Lo que él pedía a sus fieles era que jerarquizasen su amor, según criterios objetivos. Una distinción básica establecida por el santo al respecto es el amor como cupiditas y el amor como caritas. En el primer caso, el amor surge de la necesidad y se expresa como deseo; en el segundo, surge de una plenitud y se expresa como donación. El primero es muy diversificado porque muy diversas son las necesidades y las correlativas apetencias del hombre; el segundo no conoce necesidad alguna porque la plenitud, si es efectivamente tal, es única. El amor como cupiditas tiene su nacimiento, despliega su actividad y fija su meta de tejas abajo; el amor como caritas proviene de Dios, lo impregna todo de Dios, y conduce a Dios. Este último es el amor con que Agustín comenzó a amar a Dios y al que se refiere el emblema de la Orden. Ahora bien, si solo se representa el corazón en llamas, se sabe que está ardiendo, pero no qué amor le hace arder.  En cambio, al representar también el libro se está indicando que el amor simbolizado en las llamas es el amor divino del que es acabada expresión la historia de salvación que relata la Escritura. La flecha es solo el medio que traslada el  fuego –el amor– de la Escritura –sin él no se entiende ella– al corazón humano. Si no se especifica la fuente, puede pensarse que cabe cualquier amor. Solo que, aunque se trate de un amor auténtico, no de una simple contrahechura del mismo, no es ese el amor en que piensa san Agustín. Únicamente el amor como caritas es capaz de sostener la unidad de almas y corazones hacia Dios de que habla en la Regla.

 En los colegios de titularidad agustiniana es frecuente ver el emblema de la Orden ocupando un lugar de relieve. A nadie puede extrañar. En ese marco docente se interpreta el libro como símbolo de la ciencia en general y el corazón como símbolo del amor, también en general. Esa ciencia y ese amor se presentan como dos valores que orientan la actividad del centro y que este, consiguientemente, trata de inculcar a los alumnos. Es fácil advertir que hablar de ciencia y amor sin más aclaraciones entraña una interpretación reductiva porque no integra todos los elementos del emblema, siempre esenciales en un sistema de máxima concisión en que se busca que ni falte nada, ni sobre nada. En tal interpretación ciencia y amor aparecen simplemente superpuestos sin que aparezca expresada la relación entre ambos; la flecha carece de significación. Aunque con otras palabras, ya se ha indicado que el libro no hace referencia al simple saber profano sino al saber último que da razón de todo otro saber: el saber sobre Dios y, desde él, sobre el hombre y el resto de la creación; se ha indicado también que el corazón en llamas no hace referencia a cualquier amor, por legítimo que pueda ser, sino al amor último, el que es fuente de todo otro amor lícito, el amor que, partiendo de Dios y tocando todo, conduce a Dios. 

Pío de Luis vizcaíno, osa