Esperanza y herencia eterna
La esperanza es tan importante en la vida humana que nos ofrece seguridad, es como el ancla que nos asegura y nos hace ser realistas y nos afianza: “Al fijar nuestra esperanza en lo alto, hemos como clavado el ancla en lugar sólido, para resistir cualquier clase de olas de este mundo; no por nosotros mismos, sino por aquel en quien está clavada nuestra ancla, nuestra esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a cambio de la esperanza nos dará la realidad” (Sermón 359 A, 1). Estamos seguros y enraizados en el Señor: “El Señor derramó su sangre por nosotros, nos redimió, nos devolvió la esperanza. Todavía llevamos la mortalidad de la carne y damos por hecho la inmortalidad futura. Aunque fluctuamos en el mar, ya hemos clavado en tierra el ancla de la esperanza” (Comentario a la carta de Juan 2, 10).
Cristo es el fundamento de toda esperanza y es por la esperanza por la que todos somos hermanos: “Pero somos hermanos de otra manera: por la esperanza de la herencia celestial. Debes tener por prójimo a todo hombre, incluso antes de que sea cristiano, pues no sabes lo que este hombre es ante Dios, ni tampoco sabes cómo le ha conocido Dios en su presciencia. Ocurre a veces que aquel de quien te burlabas porque rendía culto a las piedras, se convierte, llegando a ser tal vez más religioso que tú, que poco antes te reías de él. Hay pues prójimos nuestros ocultos entre los hombres que aún no están en la Iglesia y hay otros que, al estar en la Iglesia, ocultan que se hallan lejos de nosotros. Por eso, quienes no conocemos el futuro, consideremos como prójimo a cualquier persona no sólo por la condición de la mortalidad humana por la que entramos en esta tierra con la misma suerte, sino también por la esperanza de aquella herencia, ya que no sabemos qué ha de ser aquel que ahora no es nada” (Comentario al salmo 25, 2, 2).
Dios se abajo y quiere deificarnos y esto es alimento para nuestra esperanza: “Llenaos de un gozo festivo y, advertidos por el día de hoy, pensad en el Día sempiterno; desead con esperanza firmísima los dones eternos; alardead de ellos una vez que recibisteis el poder ser hijos de Dios. Por vosotros se hizo temporal el hacedor de los tiempos; por vosotros apareció en la carne el autor del mundo; por vosotros fue creado el creador. ¿Por qué vosotros, mortales todavía, halláis vuestro deleite en cosas efímeras y os esforzáis por retener, si ello fuera posible, esta vida pasajera? En la tierra ha brillado una esperanza mucho más esplendorosa, hasta el punto de que a hombres terrenos se les promete una vida celestial. Para que esto fuera creíble, Dios anticipó algo más increíble. Para hacer dioses a los que eran hombres, el que era Dios se hizo hombre; sin dejar de ser lo que era, quiso hacerse lo que había hecho. Él hizo lo que iba a ser, puesto que añadió la humanidad a la divinidad, sin perder la divinidad al tomar la humanidad” (Sermón 192, 1). Hizo con nosotros un intercambio de mercader, aunque solo nosotros hemos salido ganando: “Así, pues, Jesucristo, el Señor, por medio de su carne otorgó la esperanza a la nuestra. Tomó lo que conocíamos en esta tierra, lo que aquí abunda: el nacer y el morir. Aquí abundaba el nacer y el morir; el resucitar y el vivir eternamente, no se daba aquí. Halló aquí viles recompensas terrenas; trajo otras foráneas, celestes” (Sermón 124, 4).
Se hizo como uno de nosotros, se hizo hombre, este fue el camino que utilizó para nuestro bien: “Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, en quien tenemos nuestra esperanza de salvación eterna, siendo Dios, se hizo hombre, para que el hombre, alejado de Dios, no se considerase dejado y abandonado en esa lejanía. Así, pues, hecho mediador, en tal modo llenó la distancia que nos separaba de Dios, que gracias a él no sólo no permaneciéramos alejados, sino que hasta pudiéramos acercarnos a él” (Sermón 313 E, 1). Esta divinización es histórica y lo que parecía imposible, se ha hecho posible, nosotros podemos ya acercarnos a Dios, podemos ir hacia él, porque se ha hecho camino por donde ir: “Camina por el hombre y llegas a Dios. Vas por él y a él vas. No busques por dónde llegar a él fuera de él. Efectivamente, si él no hubiese querido ser camino, estaríamos siempre extraviados. Así, pues, se hizo camino por donde ir. No te digo: «Busca el camino». El camino mismo ha venido hasta ti: levántate y camina. Camina con la conducta, no con los pies, pues muchos caminan bien con los pies, pero mal con la conducta. De hecho, los mismos que caminan bien a veces corren fuera del camino. Hallarás, sin duda, hombres de una vida recta que no son cristianos. Corren bien, pero no por el camino. Cuanto más corren, más se extravían, puesto que se alejan del camino. Ahora bien, si esos hombres llevan al camino y se mantienen en él, ¡qué gran seguridad, puesto que corren bien y no se extravían! Si, por el contrario, no se mantienen en el camino, por muy bien que anden, ¡cuánto hay que compadecerlos! En efecto, es preferible ir cojeando por el camino a caminar con energía fuera de él” (Sermón 141, 4).
Santiago Sierra, OSA