Reflexión agustiniana

Escrito el 06/09/2025
Agustinos


Ser navegantes

 

El itinerario hacia la patria se delinea como una navegación hacia la patria: "Por lo tanto, debiendo gozar el hombre de aquella Verdad, que vive inmudablemente y por la cual el Dios Trinidad, autor y creador del mundo, cuida de las cosas que creó, debe purificar su alma, a fin de que pueda contemplar aquella luz y adherirse a ella después de contemplada. A esta purificación la podemos considerar como cierto andar y navegar hacia la patria, pues no nos acercamos al que está presente en todos los sitios, por movimientos corporales, sino por la buena voluntad y las buenas costumbres" (Sobre la doctrina cristiana 1, 10, 10). La meta que persigue este itinerario es el reencuentro con uno mismo y con Dios, por eso es necesario una decisión firme y permanente: "No era necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el espacio como el que distaba de la casa al lugar donde nos habíamos sentado; porque no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias" (Confesiones 8, 8, 19).

Ante este mar Cristo aparece primero como la vía que Dios nos ha abierto y por la cual nosotros podemos ir hacia él: "¿Qué aprovecha al soberbio contemplar en la lejanía la patria trasmarina, si siente sonrojo de subir al leño? Y, ¿qué perjudica al humilde la larga espera de la visión, cuando está seguro de haber tomado pasaje en la nave, que ha de arribar felizmente a la patria, y que el vanidoso desprecia?" (La Trinidad 4, 15, 20).

El hombre es un navegante y la vida una navegación hacia la patria verdadera. Patria-Vía es un binomio interesante en la obra agustiniana. Cristo se le ha presentado como sabiduría, como verdad y como ejemplo para llegar a la patria. Pero Cristo-Vía significa dos cosas diversas en el universo simbólico agustiniano; por una parte, Cristo está visto como un navegante avezado, un navío resistente, un camino abierto en el mar para poder atravesarlo y llegar a la otra orilla. El como hombre lleva a la otra ribera que es Dios mismo; el símbolo de su capacidad para guiarnos es la cruz, nave que nos traslada seguros: "Quien por mucho que despliegue el poder de su inteligencia con la intención de vislumbrar, del modo que le es posible, la existencia misma, podrá llegar a eso mismo que la inteligencia, sea como sea, vislumbró? Es como el que ve de lejos la patria, pero separada por el mar. Ve a dónde ir pero no tiene medios de arribar allá. Anhelamos llegar a la perpetua estabilidad, a la Existencia misma, ya que ella es siempre lo mismo. Está por medio el mar de este siglo, que es por donde caminamos. Nosotros nos damos cuenta del término de nuestro viaje; muchos ni siquiera saben a dónde dirigirse. Para que existiese el medio de ir vino de allá aquel a quien queremos ir ¿Qué hizo? Nos proporcionó el navío que sirve para atravesar el mar. Nadie puede pasar el mar de este siglo si no le lleva la cruz de Cristo. Muchos, aun enfermos de los ojos, se abrazan a la cruz. E incluso quien no ve la lejanía a donde se dirige, no deje la cruz. Ella lo llevará" (Comentario al evangelio de Juan 2, 2).

Solamente con la mirada puesta en la patria es posible realizar felizmente la travesía por este mundo. Por tanto, sintiéndonos peregrinos en el mundo, sintiendo sobre nosotros el destierro y el exilio, forzosamente ha de brotar en el interior el deseo de la patria y el amor hacia ella; es en la misma conciencia de desterrado en la que va incluido el deseo de la patria. La nostalgia de la patria, la esperanza alentadora en el vivir cotidiano son temas de reflexión constante en Agustín: "La vida de la vida mortal es la esperanza de la vida inmortal" (Comentario al Salmo 103, s.4, 17). Sin esperanza no hay ni sacrificio ni amor, como sin amor no puede concebirse ninguna esperanza. Agustín estudia la esperanza desde la nostalgia, el deseo y el amor a la patria: "Que cada uno de vosotros, hermanos míos, mire a su interior, se juzgue y examine sus obras, sus buenas obras; vea las que hace por amor, no esperando retribución alguna temporal, sino la promesa y el rostro de Dios. Nada de lo que Dios te prometió vale algo separado de él mismo. Con nada me saciará mi Dios, a no ser con la promesa de sí mismo. ¿Qué es la tierra entera? ¿Qué la inmensidad del mar? ¿Qué todo el cielo? ¿Qué son todos los astros, el sol, la luna? ¿Qué el ejército de los ángeles? Tengo sed del creador de todas estas cosas; de él tengo hambre y sed y a él digo: En ti está la fuente de la vida, y, a su vez, me dice: Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Que mi peregrinación esté marcada por el hambre y sed de ti, para que se sacie con tu presencia. El mundo se sonríe ante muchas cosas, hermosas, resistentes y variadas, pero más hermoso es quien las hizo, más resistente, más resplandeciente, más suave" (Sermón 158, 7-8).

Santiago Sierra, OSA